Creo recordar que en el último trimestre de 1.º de BUP Pati se sentaba delante de mí. No fue durante todo el curso. Lo más probable es que solo fueran las últimas semanas, aunque no podría decirlo con seguridad. Para mí, antes de saber su nombre por estar en la misma clase, era la hija de la panadera. La panadera, sus dos hijas y su marido vivían enfrente de nuestra casa. Nunca la vi ejercer de panadera, a la madre de Pati, pero la mía, mi madre, la llamaba así porque al parecer alguna vez lo fue, y le parecía importante anunciar su presencia y antigua ocupación cada vez que la veía asomada a la ventana. Supongo que en la ventana de enfrente, a unos cincuenta metros de distancia, la panadera hacía lo mismo. Debía de gustarle tanto asomarse a la ventana como a mi madre.
A pesar de ir a distintos colegios, como estaban en la misma dirección, solíamos encontrarnos de camino. Nuestras madres intercambiaban apenas un hola y, sin embargo, nos transmitieron el hábito de saludarnos; así que, cuando ya reivindiqué —no sé si Pati también tuvo que reivindicarlo— ir sola al colegio, seguimos haciéndolo al cruzarnos, lo que era prácticamente a diario. Nuestra relación, la de Pati y yo, solo evolucionó ligeramente el escaso tiempo que tuvimos que hablarnos porque fuimos algo parecido a compañeras de pupitre. Yo fui una cretina porque en mi posición de gorda empollona poco interesante cutre me sentía empoderada para sacar rendimiento de la condición de grandona gorda nada agraciada cutre tontona de Pati. Y lo hacía para no ser el blanco de las bromas de la flacucha feucha cutre que se sentaba a mi lado (a la que le gustaba hacerse la graciosa) y para sentirme un poco menos como ellas, o eso creo, quién sabe ya. Éramos unas parias, y ni por estar hacinadas en nuestro gueto sentíamos piedad más que por nuestra desgracia. De lo estúpida que pude llegar a ser con ella aún me quedan algunos retazos en la memoria de aquellos días de cuando, por algunos segundos, me paraba a reconocer que estaba siendo una chunga con aquella muchacha a la que había saludado durante años, que vivía enfrente de mí, que había hecho la comunión conmigo y que parecía estar acostumbrada y resignada a que se rieran de ella.
A mi madre y a mí nos divertía comprobar desde la ventana que madre e hija se teñían el pelo del mismo color. No recuerdo exactamente qué decíamos; solo sé que tuvimos que hablarlo. Me cuadra bastante en nuestras conversaciones, aunque no quede registro del tema como tal en mi memoria. A veces me pregunto si algunos de mis pensamientos no provienen directamente de los suyos… En fin, nos hacía gracia verlas asomadas a la ventana con la misma coloración en su cabello. Como si yo no tuviera el mismo color de pelo que mi madre intentaba recuperar a base de tintes en su lucha contra las canas.
No volvimos a coincidir en clase, pero nunca perdimos la costumbre de saludarnos en estas décadas que han pasado. No tengo ni idea de su vida, algo imagino por lo regularmente que nos hemos visto en nuestras posiciones, cada una en su lado de la calle, y por el conocimiento que sobre ella me dieron aquellos meses, quizás semanas, que estuvimos tan cerca que hasta hablamos alguna vez. De la mano de nuestras madres han ido pasando nuestras vidas… comoquiera que se pueda interpretar.
Salí corriendo de mi casa el otro día porque eran casi las ocho y me iban a cerrar la bodega. Si lo digo así como si me estuviera haciendo la interesante, es debido a que, al caer en la cuenta de que iba corriendo a una tienda de licores porque se me había acabado lo que yo llamo capricho que cada día es menos capricho, me pareció más novelesco que alarmante. Incluso encontré cierta gracia en que, mientras esperaba fuera a que el bodeguero —que increíblemente restringe el aforo del local a un único cliente— terminara su ponencia sobre las bondades de sus preciados vinos de colección a un hombre y a una mujer realmente muy pijos y muy fachas, la cola de clientes que iba a última hora a la bodega del barrio fuera creciendo. Me estaba pareciendo una ficción tan divertida que se me olvidó que podría considerarse un hecho tan patético como para novelarlo. Todavía con la mueca sonriente que me producían aquellos pensamientos mientras conversaba con el resto de clientes ansiosos, en la acera de enfrente vi a Pati y a la panadera agarrada al brazo de su hija y a una muleta. Llevaban el pelo rubio amarillento, un rubio ciertamente feo. No llegamos a saludarnos; ambas cumplimos la norma de obviar el saludo si hay carretera de por medio, como si estuviéramos en nuestras respectivas ventanas. Los señores pijos salieron, y en la cola se excitaron los ánimos. Me tocaba a mí. No fue necesaria ninguna ponencia ya en el interior. Ya he tenido oportunidad de asistir a alguna y en esta ocasión sabía qué comprar, así que pronto terminé mi gestión dentro y jaleé a la cola al salir. Bueno, esto último no lo hice, pero se podría decir que me despedí con entusiasmo.
Caminaba medio tarareando, oculta tras la mascarilla, y con la bolsa con las tres botellas en la mano. No me resulta ya insólito, viviendo en el barrio en el que me crie, el reencuentro con personajes de mi infancia. Se ha convertido en un goteo tan frecuente de flashbacks y déjà vus que normalmente me produce un sentimiento indefinido entre la indiferencia y el fastidio. No obstante, puede que porque escuché las botellas tintinear o porque hacía años que no las veía, me sorprendió la aparición de otro dúo habitual en mi ruta escolar. De ellas nunca supe nombre ni profesión. Intuía ya de niña su drama, que se notaba a la legua, por otro lado, desde que salían del portal. Menos en los primeros años, que empujaba la silla de ruedas, la madre siempre cogía a su hija por el brazo, ya fuera que llevara tacón o muleta. Si la cojera y el movimiento corporal evidenciaban que ir al colegio tenía lo suyo, su expresión facial, pese a desdibujarse por la rigidez del lado derecho, mostraba que aquella muchacha tenía poco o nada afectadas sus capacidades intelectuales. Siempre me lo pareció, podría haber estado equivocada, yo era una niña, y, con todo, el otro día, unos mil quinientos años después, me lo pareció también. Es muy posible que no habláramos expresamente sobre ellas, mi madre y yo, aunque lo que sí tengo claro es que por aquel entonces yo ya podía leer en sus ojos la compasión y el alivio —por mí y por ella— que sentía al verlas de camino al cole. Interpretar su mirada era algo que hacía naturalmente. Creo que no guardo ninguna certeza tan incontestable sobre mi vida como que el rostro de mi madre fue la cartilla con la que aprendí a sentir; de ahí que jamás supusiera un obstáculo para seguir comunicándonos que se le fueran acabando las palabras y la razón, al contrario.
Y tuve que toparme con ellas antes de que cruzaran la acera, juntas, como siempre… Si el bodeguero se hubiera entretenido un poco más en enseñar a la pareja de clásicos las distinciones y premios de su mejor roble, madre e hija no habrían salido al encuentro de mi pena; no habría rememorado en un único segundo aquellos encuentros, repetidos a lo largo de los años, en los que nunca llegamos a saludarnos. Como el otro día que solo las vi pasar juntas al otro lado de la calle.
Todavía me faltaba un tramo de unos cien metros para llegar a mi casa por esa acera que tanto debe saber de nosotras, y me parecía que no iba a poder llegar sin que me explotara el llanto en la boca. La mascarilla empezaba a empaparse con las lágrimas que caían ya libres por mis mejillas, soterradas por el estruendo de las botellas. Corrí en el portal hasta llegar al ascensor y contuve la respiración ya dentro de él. No sé cómo lo hice para abrir la puerta de mi casa.