Os voy a contar una historia real. Vais a leer la proeza que ayer me convirtió en un ser invencible, un paradigma de la evolución del ser humano. Una victoria más de la raza humana. Ayer nació JunGyver…
Así pues, esto es una aventura que trata de la superación humana, del esfuerzo, de la desesperación y sobre todo de la fatalidad de ser una paquete total… Una hazaña con tintes homéricos.
Habiendo amanecido un día increíblemente veraniego para las fechas en las que andamos, me decidí a ir a mi pueblo a pasar la jornada con mi anciano perro que allí reside al cuidado de los vecinos. Adoro pasar estos momentos en la más estricta soledad. Nadie habita ya la residencia familiar y entre semana, solo una cuadrilla de jubilados camina por sus calles. Qué decir, que me encanta llegar y estar sola, hablar lo mínimo, porque hay que hablar y cuanta menos gente me encuentre, más feliz me siento. Esa sensación de absoluta libertad, lejos de la sociedad. Pero, la libertad tiene un precio, bien lo sé. Ese precio, esa soledad tan liberadora se paga arriesgando la integridad física y psíquica. Encontrarse a uno mismo puede traer sus consecuencias. Más aún, si el ermitaño en cuestión, o sea yo misma, tiene cierta tendencia, más o menos intensa, a liarla parda.
Llegué toda contenta con mi coche. De primeras, casi me cargo una frontera a base de macetas enormes que ha plantado la vecina (ausente en aquellos momentos) en el terreno compartido que ambas casas tienen en su entrada. La insulté con rabia, porque aprovechando nuestra ausencia, ha
invadido nuestra parcela de tal forma que dificulta la entrada con el coche en mi hogar e impide totalmente la salida con el mismo. En fin, respiré hondo, pensando que tenía que haberlas destrozado de un golpe porque además de comernos la parcela de la entrada me parece una horterada esa decoración tan así y que quizás debía echar amoniaco en las plantas, a lo Puerto Urraco. Pero, ahuyenté esos perversos pensamientos de mi mente, porque rememoré a mi abuelo contando pasos y moviendo mojones -para los que no sois de pueblo, los mojones son señales que se utilizan para delimitar los terrenos que pueden ser más o menos reales o subjetivas, además de susceptibles siempre de ser modificadas según quien las vea-, y recordé que a mí en el fondo me la pela.
Allí estaba, cogí la llave de la casa y me pregunté dónde estaría el perro que no había visto. Así que salí del vehículo y me dispuse a buscarlo. No tardé mucho en encontrarlo, pero él sí que tardó en reconocerme. En tiempos pasados, sabía que yo llegaba cuando todavía me encontraba a una distancia de 10 km, de verdad, y venía corriendo tras el coche hasta la puerta de casa. Ayer, no me reconoció hasta que estuve a medio metro, mi pobre. Está muy mayor, bastante sordo y con problemas de visión. Nos abrazamos unos minutos y le dije: -“Vamos a casa” y mi niño vino conmigo hasta casa. Normalmente cuando llego, saco comida para el perro y los gatos para compensar mis ausencias con sobrealimentación y caprichos varios. Llevo delicatessen para mascotas y me hincho de felicidad repartiéndolas. Y ellos lo saben, saben que cuando llego, comienza el reparto. Total, que le iba diciendo al perro: “ahora te doy comidita buena”, me acerqué al coche, comprobé que estaba cerrado, metí las manos en los bolsillos de mi pantalón y ¡horror! caí en la cuenta de que solo tenía la llave de casa.
Llegados a este punto, tengo que dar unos datos de mi coche. Si habéis leído otras entradas precedentes, ya sabréis que mi coche y sus cosas dan para una novela o dos. De hecho, creo que esto podría ser una novela por entregas. Bien, mi coche se cierra mediante un muy poco sofisticado sistema de pestillos. Es decir: pestillo levantado, coche abierto; pestillo bajado, coche cerrado. No dispone de cierre centralizado, por lo cual, en muchas ocasiones si llevo a alguien en el coche, suele dejarse el pestillo levantado. ¡Cuántas noches habrá dormido mi coche al raso totalmente abierto! Innumerables. En cuanto al asiento del piloto, el mío, he interiorizado ya la práctica de sacar la llave, salir y bajar el pestillo. Incluso a veces lo hago antes de salir del coche, lo que da pie a una divertida escena. Puesto que casualmente el pestillo del piloto está partido por la mitad, lo heredé así, si se baja, no hay manera de levantarlo manualmente, por lo que me veo obligada a salir por la puerta del copiloto. Como veis, bajo el pestillo inconscientemente. No suelo dejarlo abierto. En el pueblo, si soy consciente, no lo bajo, es el pueblo, pero claro, el inconsciente juega malas pasadas. Como ayer, que cuando de nuevo me encontré ante mi coche, comprendí que la llave tenía que estar dentro del coche cerrado. Exclamé: “¡No, no, no, noooooooooooooo!”. TODO, TODO, TODO lo que había llevado para pasar el día, lo indispensable, o sea todo excepto la llave de casa, ESTABA DENTRO DEL COCHE, excepto la llave de la casa. Todo dentro, al sol, hirviendo a una temperatura que en el exterior rondaba los 28ºC a las tres de la tarde.
Me maldije y mi respiración se volvió rápida, síntoma de la ansiedad. El perro me miraba moviendo el rabo a la espera de la comidita y de mis mimos y los gatos me rondaban a la espera de la comida. Entré en la casa y el perro me siguió, le acaricié la cabeza y le dije: -“Ahora voy, cariño, que la he liado parda”. Pensé acerca de mis opciones. En mi mente estaba otro recuerdo que me llevó a diez años atrás, a la primera vez que me dejé las llaves dentro de ese coche, cuando todavía era el coche de una amiga. Estábamos en un pueblo lejano. Después de seis horas de tragicomedia a la puerta del coche en las cuales peligró nuestra amistad, se nos ocurrió ir a un taller mecánico, porque el pueblo gracias a la providencia no era tan pequeño como el mío, y los señores profesionales entre risas consiguieron abrir el coche con un alambre. Así que decidí que lo intentaría, conocía la teoría. Fue fácil encontrar un alambre en casa bajo la atenta mirada del perro, que me observaba ir y venir un tanto nerviosa. Le repetía: -“Ya voy, ya voy”. Encontré 100 m de alambre fino y unos tres metros de otro más gordo. Tenía que valer. Y me puse a la tarea bajo el ardiente sol del septiembre más veraniego.
La primera dificultad: meter el alambre por el hueco de la puerta. El alambre se doblaba y no parecía existir ese hueco que yo sabía que existía. Tardé como tres cuartos de hora en conseguirlo. La primera técnica que utilicé fue crear un pequeño círculo cerrado al final del cabo del alambre para sujetar el pestillo en el entonces hipotético caso de rodearlo. Esto me creaba problemas porque el nudo hacía imposible que el alambre pasara. Por lo que, pasado un tiempo, opté por doblar el alambre de manera que pudiera maniobrar desde fuera con los dos cabos del mismo. El perro directamente me esperaba en el portal de casa que es muchísimo más fresco que la calle. De vez en cuando, volvía a entrar y le repetía: -“Ya voy, ya voy”. Los gatos, seguían a mi alrededor, tanto que en ocasiones metían la cabeza dentro de pequeños círculos que, a modo de lazo (de los de cazar ruinmente animales salvajes), iban creando mis sucesivos intentos de meter el maldito alambre en el interior de mi puto coche. No me faltaba otra cosa más que matar un gato intentando abrir la puerta de mi coche. Pensé en lo cortos que son estos gatos de pueblo, que ya no son como los de antes. Aunque claro, estoy yo como para criticar la capacidad intelectual de nadie y menos la felina. Debo decir que no me caen especialmente bien los gatos, así en general, salvo una gatita que me resulta simpática a la que ahuyenté para salvar su vida.
A todo esto, mientras estaba con estos menesteres, afortunadamente no vino nadie. Casualmente, ayer era el día de las Mercedes, tradicionalmente festivo en mi pueblo y la población se había reunido en el bar para comer. Yo rezaba para que no me viera nadie y no tener que explicar lo que estaba pasando. Me repetía constantemente: “Yo puedo, yo puedo” con la idea de mandarme mensajes positivos y manejar eficientemente ese negativismo tan negativo que se aloja en mi cerebro. -“Yo puedo, yo puedo, tengo que poder. El ser humano inventó la rueda, ha puesto el pie en la luna (me gustaría mantenerme al margen de polémicas), ha inventado las escaleras mecánicas, ¡por dios! tengo que poder”.
Por otro lado, me veía fuertemente influenciada por la película Náufrago, que había visto fortuitamente el domingo sí, la única película soportable de Tom Hanks, posiblemente porque no habla mucho. En aquellos momentos tan tensos, sentía unas ganas terribles de llorar, pero no lo hice, solo sudaba y sudaba. Veía la comida al sol. Esos bocadillos estupendos que me había preparado justo antes de salir. Ahora que me he convertido en la reina del escabeche y escabecho siempre que puedo, me había currado una comida perfecta para un día veraniego. El gazpacho. El tabaco. EL TABACO ESTABA DENTRO DEL COCHE… Movía cada vez más histérica el alambre. “Tengo que poder, tengo que poder. Tengo la agudeza mecánica escondida en algún sitio y la motricidad fina desarrollada como cualquier persona. Tengo que poder”. Mientras lo intentaba, jugando con mi autoestima, me rondaban planes alternativos, que iba descartando por uno o varios motivos y, sobre todo, por orgullo personal. “Yo puedo, yo puedo”. Y por vergüenza también. Lo que más.
1. Romper el cristal, cubierto por el seguro
a) A golpes o con una piedra. Enseguida pensé en la muerte por hemorragia o en la pérdida de la movilidad de la mano por rotura de algún tendón o cualquier catástrofe similar que acabara conmigo en urgencias. Soy paquete, estas cosas pueden pasar y hay que ser precavidos.
b)Con esa herramienta (no conozco el nombre) que puede cortar cualquier cosa porque lleva incorporado un diamante -hecho que siempre me ha fascinado-, y que tenía constancia de que en algún momento de mi vida había visto en casa. Me imaginaba como una ladrona de guante blanco. Por supuesto, la descarté por motivos obvios. Tenía las manos ya negras como el carbón
2. Pedir ayuda a los aldeanos
Esta idea era mi último, ultimísimo recurso. Menudo bochorno tener que explicar lo que me había pasado y entrar dentro de la mitología popular de esta manera, amenizando no solo el festivo día de las Mercedes, sino el de todos los santos de los futuros cincuenta años. No, eso no podía ser, tenía que poder. Sabía que uno de los hombres, muy mañoso él, podía ponerse a la tarea gustosamente y de buen corazón, pero no me apetecía nada tener que pedírselo, con esa cara de ingenua muchacha que se ha dejado las llaves dentro y que tiene hambre, calor y ganas de fumar.
3. Pedir ayuda externa
Lo que implicaba en primer lugar, pedir que alguien me dejara llamar desde su residencia porque mi móvil no tiene cobertura en un radio de 15 km alrededor de mi pueblo. Gracias Pepephone por ese dudoso 99% de cobertura en el territorio nacional. ¡Ah! Se me olvidaba. EL MÓVIL ESTABA DENTRO DEL COCHE.
En este sentido, barajé varias opciones:
a)Llamar al seguro. Un 902. Unos diez euros me costó la última vez que llamé al seguro. Que si llamas desde un teléfono ajeno, os podéis hacer a la idea de lo embarazoso del asunto. Por otro lado, está el tema de buscar el teléfono del seguro, más llamadas, claro.
b)Iniciar una cadena de llamadas para intentar que algo o alguien buscara en mi casa la llave en alguno de los cinco, seis o siete lugares probables donde podía estar (fui con la de repuesto); o que algo o alguien me viniera a buscar, me llevara a casa a 35 km con el fin de buscar yo la llave y volver otra vez al pueblo.
4. Intentar abrir la cerradura con una horquilla
Qué decir, fue un pensamiento de un segundo.
5. Abrir la puerta a patadas
Por supuesto, bien sabía yo que a la segunda patada me iba a romper el pie.
Y yo venga sudar, venga sudar. Al cabo de un rato intentando atinar con el alambre ya en el interior del coche, conseguí rodear el pestillo con la misma, pero aquello no iba a funcionar. Alterné con los dos tipos de alambre que tenía. Con el gordo, me costaba más. Y, de repente, brilló la genialidad en mi cerebro. Estoy tan orgullosa de que se me ocurriera esto y de manera tan rápida que me sentí como el físico que un día descubra lo que ocurrió en los primeros diez segundos del universo. Comprendedme, soy de letras. La técnica: crear un sistema de palanca con los cabos de la alambre. Y ¡eureka! Apenas unos minutos después de ocurrírseme esa brillante idea, tiré desde distintas direcciones (una en horizontal y la otra perpendicular) y abrí el pestillo. Pegué un brinco y grité: “¡Dios! ¡Lo he hecho! ¡Lo he hecho!”. En aquel momento, deseé estar en un auditorio con miles de personas aplaudiendo y gritando mi nombre: “¡JunGyver! ¡JunGyver! ¡JunGyver!”. Qué digo, un estadio de fútbol o en la Caja Mágica. Pero allí solo estaban los gatos, porque el perro se estaba echando una siesta. Hora y media había tardado.
Abrí todas las puertas del coche, como para demostrarle al Ibiza qué clase de propietaria tenía, como si no se lo hubiese demostrado ya bastante estos años. Pero enseguida cerré, porque los gatos se metían dentro. Puse las llaves en un lugar seguro, a la vista y llamé al perro para decirle que ya sí de verdad le daba la comida. Alimenté a los animales con ternura y de repente, pensé que me merecía una cerveza. Solo había 0,0, pero me supo a Moët Chandon. uego, caí en la cuenta de que tenía ganas de fumar y por supuesto, fumé. Y, por último, me acordé de que tenía hambre y me senté en el suelo de la calle, a la sombra, rodeada por mi perro y una manada de gatos. Qué felicidad. Qué orgullosa de mí misma estaba. Por este motivo os he contado todo esto, porque me siento tan orgullosa que necesitaba hacerlo público, gritarlo al mundo o, al menos, a las escasas personas que se lean esto. Con suerte. Da igual, aunque sea a costa de reconocer mi completa ineptitud.
Podéis ver algunas imágenes ilustrativas de la técnica. Por supuesto, se trata de una recreación porque como comprenderéis en el momento no estaba para fotos. ¡Ah! Y porque LA CÁMARA ESTABA DENTRO DEL COCHE. Sin embargo, como en el momento de tomar las instantáneas estaba ya de buen humor y con todas las necesidades básicas saciadas, hasta me entretuve en usar el macro, para que apreciéis la delicadeza de la maniobra de ajustar un alambre en un pestillo de coche de los noventa. Hice las fotos lo mejor que pude, lo mío tampoco es la fotografía.
Y diréis que os estoy contando los secretos para abrir mi coche. No os preocupéis, yo solo cierro cuando la llave está dentro. Así que si alguna vez, observáis que llevo alambre en el bolso, ya sabéis por qué.
Moraleja: la inteligencia humana de nuevo ha demostrado que no tiene límites. Que se puede hacer frente a la adversidad que uno mismo se crea.
Y para finalizar, os voy a poner una canción que me encanta, que ilustra totalmente estos momentos angustiosos que os he contado. Gentileza del Pony Bravo, (gracias otra vez por ese concierto tan increíble que me regalásteis el sábado, seré vuestra más fiel servidora y esclava para siempre).
Una cosa más: Yes, We Can!!!!