Paquetes Integrales S.A

Me gustaría que viérais un fragmento de una de mis películas favoritas: «El guateque» de Blake Edwards (The Party). Aunque si tengo que elegir una película de mi amigo Blake, me quedo con «¿Qué hiciste en la guerra Papi?»(1966). En «The Party» (1968), Peter Sellers representa como nadie el tipo de persona sobre el que quiero escribir hoy. Un tema que ya toqué ligeramente en una entrada anterior (La Fatalidad de los Coen): La figura del paquete.

Como no he podido encontrar ningún vídeo en versión original subtitulada en castellano, ni en castellano, pues la tengo que poner tal cual. Os cuento un poco para aquellos que, como yo, tienen problemas con el dichoso inglés. La película comienza en un rodaje de lo que parece una película sobre una guerra en el desierto en Oriente, una batalla de la época colonial. Peter Sellers es un actor indio, (de la India). Está trabajando como figurante. En la escena previa, se ha cargado una toma, porque se le ha ido la mano tocando la trompeta. Lo que vais a ver es la escena siguiente. Sigue el rodaje y Peter Sellers tiene que atacar a un enemigo, se supone, por la espalda.  El director para la grabación y le echa la bronca porque Sellers lleva en la mano un reloj underwater, dice, y le pregunta si en el año 1878 se llevaban esos relojes. Está ya cabreadito con el pobre Peter porque van dos. Lo que viene a continuación es la parte que más me interesa. El director está con su equipo y les explica que quiere que el fuerte explote cuando baje la mano y advierte que solo se puede hacer una toma (evidentemente). Una conversación más sobre el rodaje, la localización (que primero se explota el fuerte y luego se cambia, o algo así). Espero que la disfrutéis.

La película entera es un homenaje a los paquetes. Hay momentos que se hace un poco pesada, en especial en algún número musical, pero merece la pena.

A lo que iba…

La película entera es un homenaje a los paquetes. Hay momentos que se hace un poco pesada, en especial en algún número musical, pero merece la pena.

El paquete. Podemos encontrar varios significados para el término. Sin embargo, he buscado en la RAE y no aparece la acepción que quería. Para ilustrar esta entrada, he elegido simbólicamente esta imagen. He aquí un paquete

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A falta de definiciones académicas, aquí me lanzo con la mía propia:

Paquete: “dícese de aquel ser humano al que no le sale bien lo que planea, porque es un tanto torpe y atrae la mala suerte. El paquete es un individuo que frecuentemente se equivoca con sus decisiones. Un sujeto que, a menudo, rompe y/o pierde accidentalmente todo lo que se encuentra en sus manos y al que le ocurren hechos insólitos en su vida cotidiana, habitualmente derivados de su propia paquetería.

Esta entrada se la voy a dedicar a todos los paquetes del mundo, 

entre los que me incluyo.

Como se trata esta de una definición muy poco concisa, admito, lo explicaré mejor poniendo ejemplos de mi vida cotidiana, incluso retrotrayéndome a hechos muy lejanos en el pasado, porque como paquete que soy, mi vida esta llena de anécdotas en este sentido. Volviendo a mi infancia recuerdo varias. Ir al colegio era un trayecto rutinario en el que te podían suceder miles de acontecimientos. En uno de ellos, tendría unos once o doce años, iba caminando tan tranquila en dirección al cole, cuando cruzando una carretera, el suelo se hundió a mis pies, y caí de pie como tragada por la tierra. Sin embargo, no es que el suelo se hundiera a mis pies, no, no. Había pisado una boca de alcantarilla, una de esas tapas redondas, que fatalmente estaba suelta, como abierta, ¿por qué? Eso no lo supe. Solo sé que me colé dentro. Hasta la cintura. Los pies me colgaban en el inframundo y mis brazos se agarraban con fuerza a esta vida, mientras gritaba con histeria “¡Auxilio! ¡Auxilio!” (sí, lo gritaba). Porque estaba en el medio de una carretera, no especialmente transitada, pero en cualquier momento podía llegar un coche. De la nada, es verdad ocurrió así, apareció un chico que me salvó de mi cruel destino. Y tal como llegó, se fue. Creo que durante una temporada fantaseé con él. Estaba en mi preadolescencia y aquel desconocido sin rostro me había salvado del inframundo. Qué decir. Volviendo sin preaviso al presente, la semana pasada me ocurrió algo parecido, solo que en vez de caminar sobre un terreno liso, bajaba un escalón y, en lugar de pisar una alcantarilla, pisé una vomitona traidora que no vi y mi cuerpo se precipitó en una caída libre un poco complicada en la que se me retorció la pierna izquierda entera. Libré el vómito que ya sé que es eso lo primero que os habéis preguntado. Casi una semana cojeando. Tenía ciertos compromisos un par de días después y evidentemente, no podía contar lo que me había pasado porque era algo muy estúpido. Qué imagen de persona podía dar. Y todavía me duele, creo que tengo un esguince o algo.

Siguiendo el hilo de caídas estúpidas, que son unas cuantas, solo contaré una que se remonta a una época en la que no existían los móviles y llamábamos por teléfono desde las cabinas. Sí, parece que hablo de la Edad Media, pero fue hace algo más de diez años. Era una mañana en que llegaba tarde a una cita, situación muy repetida en mi rutina, y quería llamar a una amiga para avisarla. Normal, ¿no? Entré en una cabina, eché el dinero, marqué el número y como era mi costumbre entonces, me apoyé sobre el cristal esperando que me diera tono. Pero no tuve que esperar mucho a escuchar el pitido, porque el cristal en el que me apoyé no existía como tal, sino más bien como concepto, porque algún borracho, vándalo o cabroncete, o todo a la vez había roto el cristal y la poderosa Telefónica no se había molestado en reemplazarlo. Y por supuesto, yo no me había dado cuenta. Salí volando de la cabina. Y cuando me vi en el suelo, pude comprender qué había ocurrido porque durante mi lanzamiento no entendía lo que me estaba pasando (eso es muy común en semejantes circunstancias). Había mucha gente en la calle, por lo que más que el dolor de mi sufrida pierna o el pantalón roto, lo que me dolía era la vergüenza. Así que agaché la cabeza y volví a entrar en la cabina. Llamé para avisar que llegaba más tarde y dolorida.

En ocasiones no es tu vida la que está en juego. Si no la de los otros. Volviendo a la infancia, he encontrado otro ejemplo de por qué un paquete puede alterar su entorno, con consecuencias fatales. Tendría unos diez años. Estaba en mi pueblo. Solíamos tener pollos para que crecieran y sirvieran de cena en navidades… Los pollitos pasaban por una incubadora ruprestre. Una caja con red que en la parte superior tenía una lámpara que daba calorcito a los tiernos pollitos. Unos cincuenta, sesenta… Cuántas horas me pasaba mirando a los pollitos, pío, pío, pío. Pues bien, el día de actos estaba con mi padre que les estaba echando pienso y agua y esas cosas. Abrió la caja y pío, pío, pío, pío. El caso es que encontrándose en pleno proceso de alimentación de las tiernas criaturas, se acordó de algo que se le había olvidado y me dijo: “-Sujeta la tapa un momento, pero NO te agaches para tocarlos, NO LO HAGAS”, y yo moví la cabeza, prometiendo obedecer. El problema es que allí estaban los pollitos con su pío, pío, pío y así tan monos con su plumón amarillo y tan suavecito y su pío, pío, pío que pensé que por tocarlos un poquito no pasaba nada. Pío, pío, pío. Miré hacia la puerta. No había padre a la vista. Pío, pío, pío. Los pollitos ahí juntitos dándose calor todo tiernos ellos. Y me agaché un poquito para sentir su suave pelaje. Pío, pío, pío. Justo en el momento en el que el tacto de su plumón rozó mis dedos, entraba mi padre por la puerta y simultáneamente, el cable de la lámpara se movió y esta se precipitó sobre los pollos. En ese punto sí que se escuchó pío, pío, pío pero con la misma intensidad que los gritos en un avalancha. ¿Los pollos que murieron? ¿Cuántos pollos de dos días pueden caber en una circunferencia con un diámetro de cincuenta centímetros? Una catástrofe. Sobra decir que me cayó una bronca impresionante y yo lloraba y lloraba porque había asesinado a unos seres inocentes. Cómo se me caían las lágrimas mientras veía a mi madre soplarle la cabeza a un pollo que con el cuello roto y las órbitas de los ojos hacia fuera se debatía entre caminar o no hacia la luz. No me extraña, el shock tuvo que ser impresionante. Esa imagen no se me borrará nunca, porque aunque era muy niña, intuía que nada podía salvar al pobre animal. Imaginad que se os cae encima una bombilla a escala y alguien os trae un ventilador para reanimaros. Aunque no perdía la esperanza en los milagros entre sollozos, por aquello de lo del sentimiento de culpa. Un drama. Hasta que llegó mi tío, el dueño de los pollos y me preguntó qué había pasado. Se lo conté en ese lenguaje ininteligible de aspiraciones, llanto y mocos. Y me contestó: “-Y, ¿por eso lloras? Si se van a morir más la mitad en menos de dos días”. Llegados a este punto, voy a explicar uno de los principios de las explotaciones ganaderas: “Hay que tener muchas crías, porque no van a sobrevivir todas”. Vamos, como la natalidad hasta bien pasada la mitad del siglo XX. El caso es que me consolé, de aquella manera claro, pero crecí con ese halo de la fatalidad que rodearía desde entonces todos mis actos.

Al margen de desgraciadas pérdidas, lo que le suele ocurrir a un paquete es una cadena de hechos insólitos y catastróficos. Hechos que, en ocasiones no son muy creíbles. La semana pasada perdí el móvil, otra vez, creo que en los últimos doce o trece años transcurridos desde la aparición del teléfono móvil he perdido cuatro o cinco. Siempre por mi culpa. Y a mí jamás nadie me los devuelve, aunque sea un cacharro infernal. Cuando contraté un seguro hace dos meses (la vida de mi anterior móvil) para cubrir mi nuevo dispositivo, la gente me decía: “¿Vas a pagar? No tienes por qué perder el móvil, no seas así…”. Je, ahora se comen sus palabras (… Bueno) y yo perdí mi teléfono en una distancia de unos 100 m sin ningún obstáculo. ¿Cómo lo hice? No puedo dar ninguna explicación al respecto.

En la vida de un paquete ocurren millones de acontecimientos. Los más habituales relacionados con pérdidas de objetos tales como llaves, tarjetas de crédito (me conocen las teleoperadoras), olvidos de bolsos, caídas, heridas, quemaduras, destrozos de objetos carísimos propios o de otras personas y un largo etcétera. Pero también ocurren hechos que en función de la administración pública que se haga cargo del suceso, o del profesional privado que tenga que solucionarlo se consideran únicos y extraordinarios, por ejemplo mi coche, en algunos momentos ciertas situaciones legales o médicas…

Y diréis, esto le pasa a todo el mundo y es verdad. Comentaréis: hablas de despistes y despistados. De torpes y torpezas. De sucesos cotidianos. Pero al paquete le pasa más en cuanto a cantidad y frecuencia y peor en cuanto a las circunstancias que lo rodean. El matiz de un paquete es más amplio que el del simple despistado.

No es lo mismo perder una tarjeta por ejemplo, hecho común, que perderla cuando estás a unos cientos o miles de kilómetros de tu casa. O que mágicamente de un día para otro, sin que hayas hecho nada con ella, nada extraordinario, deje de funcionar y te deje colgada en una ciudad que no es la tuya muy lejos de tu hogar, sin tener más que unas monedas para sobrevivir. No sé si pusieron al final mi nombre a una larga calle de Sevilla que me recorrí buscando un banco que me diera dinero. ¡Cuántas veces he tenido que elegir entre comida, transporte, teléfono o tabaco estando sola en el mundo y lejos de casa! Al final siempre elijo tabaco por lo de quitar la ansiedad. Igual que no es lo mismo, dejarte las llaves dentro de tu coche o el de los demás en una zona de estacionamiento de pago a las 9 de la mañana.

O arrojarte cera ardiendo en la mano cinco horas antes de cogerte un autobús digamos por ejemplo a Asia (el autobús no era directo) y llorar porque cuatro días después tu mano huele mal y estás convencida de que te la cortarán y te obligarán a comértela. O el clásico de echarte el café encima cuando estás desayunando y tienes una entrevista de trabajo. O romper una fuente con un asado del horno por caída espontánea, o perder una aguja en una cama, quemar con un cigarro sofás nuevos, colchones, abrigos nuevos de desconocidos y que se den cuenta (qué mal, muy mal), romperme las medias media hora antes de la boda de mi hermana (pude reponerlas). Perder llaves ajenas (no diré de quién), enchufar un aparato a la luz y cargarte el sistema eléctrico. Mover una ruleta de una caldera en la casa de otra persona y que de repente salga una fuga de agua irrefrenable… Y así miles…

Crees que con los años aprendes. Sobre todo, crees que nada te va a sorprender. Y es mentira, siempre te sorprende. La familia se acostumbra a que llames y que cuentes lo que te ha pasado, en busca de comprensión porque para eso está la familia que se supone que te va a querer por encima de todo; de ayuda, a ver si te pueden ayudar a solucionar la papeleta porque estás falta de recursos o ideas; o de personal y tiempo para poner en marcha tu estúpido plan de acción, porque para eso son de tu misma sangre y deberían poderte ayudar. Lo mismo pasa con los amigos, pero para eso hay que saber horarios de atención y demás. Ya lo contaré en la próxima entrada.

Es agotador. Un paquete se hace querer, pero cuesta quererlo. Lo comprendo. Lo de Losientohasidosinquerer no lo inventé yo, pero a veces lo parece. (Que sirva también este post para pedir perdón por el pasado y por el futuro). Tanto la familia como los amigos que no son paquetes te aceptan tal y como eres, pero desconfían si en tus manos tienes algo suyo o alguna responsabilidad hacia ellos. Que se nota y mucho. Y lo bueno, es que hacemos reír… Je, lo digo para poner un poco de alegría. No somos mala gente, solo paquetes.

Los paquetes que llegamos tarde a todos los sitios, puede ser porque simplemente llegamos tarde, pero en ocasiones resulta que han ocurrido hechos bastante extraños que no se pueden explicar. Incluso, es necesario mentir y buscar una excusa que no sea tan inverosímil como la propia realidad.

O el clásico examen previo de antes de salir de casa. «A ver, ¿lo llevo todo?», y empiezas con el repaso mental: llaves, cartera, kleenex, gafas de sol, tabaco, música, móvil… Sales por la puerta y repentinamente te acuerdas de que se te ha olvidado algo. Entras y se te ha olvidado lo que ibas a buscar. Te vuelves a acordar. Lo coges. Vuelves a salir. Se te ha olvidado otra cosa. Repites el proceso una y otra vez. Las que hagan falta. Y cuando ya estás en la calle, más o menos lejos, te das cuenta de que se te ha olvidado algo importante y/o  te entra una duda fatal: «¿Me habré dejado el horno encendido?». Y/o «Me he dejado las llaves dentro». Y/o «la puerta abierta» (sí, sí, de par en par). Cuántas veces habré vuelto aumentando el retraso que ya llevaba. Cuántas otras habré seguido mi camino con el horrible presagio de haber incendiado mi casa.

Otro dato, el paquete reconoce inmediatamente a otro paquete. Incluso sonríe cuando por su camino se cruza con uno. Nuestro nivel de comprensión hacia otros de nuestra misma especie es muy alto. Jamás echaremos la bronca a alguien si nos rompe algo. Aunque fuera nuestro objeto más querido. Gruñiremos para nuestro adentros, eso sí. Pero sabemos que ha sido otro paquete cuando podríamos haber sido nosotros perfectamente.

Uno de los rasgos característicos de los paquetes es la indecisión. Nos cuesta elegir, o por lo menos, a los de mi subespecie. Porque llega un momento en que terminas por pensar que solo hay dos decisiones: la buena y la del desastre. En un primer momento, cada decisión aparenta tener sus pros y sus contras, pero es mentira. Un paquete bien lo sabe. Tenía que haber elegido la otra. Sin duda. ¡Dios por qué no cogí la ensalada en vez de los spaguettis!

 

 

A veces me pregunto cómo será la vida de las otras personas. La de la gente que nunca pierde nada o a la que le sale todo bien. Es que me canso de ser mi peor enemigo. De verdad. En ocasiones me consuelo pensando que a todo el mundo le suceden estas cosas y que yo, en mi condición de paquete, estoy más preparada que ellos. Porque ya he pasado por ello antes, qué digo, porque no he dejado de pasarlo nunca. Que los elegidos por la fortuna cuando tienen que pasar por estos problemitas que nos rodean a los paquetes a diario sufren un drama horrible que no pueden superar. Pero, a quién engaño, yo paso por esos dramas y siempre tengo la sensación de no estar preparada en absoluto. Siempre es un cataclismo. Y el drama se convierte en una tragicomedia…
Próxima entregaAprende a vivir como el paquete que eres.

 

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