III. Las mallas

(No visible).

Lo fácil es salir a la calle sin bragas en verano; lo que tiene mérito, lo que de verdad es un desafío es salir sin bragas en invierno. Las bragas en verano sobran, no hay flujo que no sanee al aire. Los labios se redimen sin sudar y el calor bendice las vulvas sin oprimirlas. Es saludable, revitaliza. Conecta con la naturaleza se podría decir. Es tan natural que hasta a veces no es ni premeditado; sin embargo, en invierno es otro cantar. Salir a la calle en invierno sin bragas es tan intencional como la pura perversión. El roce continuo de esos labios que se abren con las costuras de cualquier prenda de invierno solo hace que aumentar la combustión de esos coños que saben que el frío de la calle no los secará en absoluto. «¿Con o sin?». ¿Secarse? Aquello se retroalimenta a base de sentir cómo se pone en marcha la maquinaria. Sales de la puerta de tu casa y los vecinos se asoman a la escalera asustados por el estruendo de esas mallas que se humedecen solo por el hecho de notar que hay alguien que sabe que debajo no va a haber bragas que valgan.

La calle. Esa calle a las tres y media de la tarde de un día soleado pero helador. Te vas cruzando con conocidos y desconocidos que no saben de la urgencia que gasta lo que va ardiendo debajo de esas mallas. Qué van a saber ellos de lo que es notar cómo se te pone el coño de pensar que hay alguien a quien nunca has visto que sabe que no llevas bragas, que imagina que cada fricción que se produce en tu entrepierna pasa desapercibida para esas personas que transitan a tu lado y que, incluso, se pone cachondo visualizando que se te hinchan los genitales cuando caen en la cuenta de su secreto.

Quieres darle pruebas. Te produce tanto placer solo planificarlo que sientes que la entrepierna de las mallas está todavía más mojada. Te gustaría agarrarte la vulva como si presionándola directamente en la calle pudieras llamar con desesperación a esa polla y que viniera corriendo al reclamo. Quieres exhibir ese coño al sol como evidencia del fuego que han provocado unos mensajes sin más. ¿Aleatoriamente? No parece. Hay personas que se esconden detrás de pollas que se convierten en personajes de deseo de historias que antes siquiera podían imaginarse. Da igual todo. Tu coño necesita mostrarse y necesita hacerlo rápido por la urgencia de ese fuego que hay que apagar y porque en media hora tiene que estar saneado, reposado e incorporado a su puesto de trabajo en el hogar, lo que ahora parece absolutamente imposible. Un parque, un sitio ideal para bajar esas mallas y dejar que tu coño respire.

Primero tímidamente, foto borrosa, ¡mierda! ¡Venga, vuélvelo a intentar otra vez! ¡Mierda!, otro transeúnte (¿quizás buscando su propia foto?). Seguro que hacerlo en su presencia desborda los humedales nerviosos que se acumulan en esos leggins cada vez más negros y mojados, impasibles al frío y al sol, con su propio termostato en funcionamiento. Espera, el coño también piensa. Esa foto hay que conseguirla, pero nadie quiere parecer una loca exhibicionista a doscientos metros de su casa. Hay que buscar otro sitio, un ángulo ciego en algún recoveco, el primero que encuentres. «¿Local vigilado con cámara de seguridad»? La cabeza del coño hace lo que puede, pero no puede luchar contra el infortunio. Ha llegado el momento de aceptar la derrota, retirarse, ser buena chica e incorporarse al teletrabajo, que luego no digan que no estás trabajando, pussy, por sacarte una foto.

Subes corriendo los ocho pisos de las escaleras, con el coño implosionando, renegando por no haber conseguido el objetivo y, encima, llegando tarde a trabajar. Te cruzas con los obreros. Parece que ellos están en su puesto de trabajo, en ese tejado en el que llevan viviendo desde hace ya bastantes meses. Viviendo allí, no llegan a trabajar tarde. No como tú. Seguro que huelen ese coño tuyo a punto de explosionar hacia afuera. Vaya si lo tienen que oler, lo inunda todo en esas mallas que regresan lamentosamente mojadas al hogar. Solo necesita ya ese coño desahogarse en un orgasmo rápido, y probar que se encuentra en su puesto de trabajo dedicándose en cuerpo y alma a las tediosas tareas laborales, y así continuar envejeciendo.

Enciendes el ordenador y lejos de resultar ser la empleada del mes, sientes que tu flujo no hace otra cosa que crecer y crecer… Das vueltas por la casa, pensando cómo pararlo porque así no puedes hacer nada, hasta acabar tirada de rodillas al lado de la cama, como si estuvieras rezando. ¿Qué te ha empujado a hacer eso si nunca lo haces así? Te bajas las mallas, pero no te las quitas. Con el vibrador levantas tu camiseta vieja y rozas esos pezones que se te habían olvidado que existían. Venga, no hay tiempo para florituras, tienes un embalse que reventar ahí abajo. Al coño no le parece suficiente, lo tiras enfadada. Siempre tiene que solucionarlo todo la mano, siempre. Escuchas el sonido del puto Hangout y te gustaría poder contestar con la otra mano que agarra sin miramientos tus tímidas tetas que estás masturbándote porque tu coño se ha calentado imaginándose cómo se empalmaba una polla desconocida al visualizarlo tomando el sol en la calle; les dirías eso y que no molesten con sus chorradas.

Estas ahí a la tarea con devoción porque sabes que, cuando se presiona a ese coño, no le da la puta gana de responder… Y giras la cabeza hacia la ventana que está a un metro, y ves unas piernas de obrero. Ves más, ves más, ¡ves casi hasta su pecho! (¡Nunca habías visto obreros en ese lado de la casa!). No sabes si está mirando, pero está cerca, sin duda. Por un momento, contienes la respiración y valoras si las finas cortinas blancas a la distancia de un metro esconden la intimidad de una mujer que se está masturbando desesperadamente, apoyada en el quicio de la cama de su habitación como si estuviera rezando, con las mallas bajadas hasta la rodilla, para poder incorporarse normalmente a su puesto de trabajo. Te ha visto seguro.

Debes terminar con esto. La mano sigue con la misma firmeza que antes mientras miras las piernas. Ni siquiera te pone que te vea. Igual ni está mirando. Es parte del escenario. Por fin, te corres y gimes como si te hubieras corrido en la calle: con un quejido ahogado. El Hangout sigue pitando. Llegas quince minutos tarde, no está mal. Te subes las mallas, vas a tu oficina, te vas a sentar, pero caes en la cuenta de que ahora te resulta sucio usar el teclado con las manos llenas de tu orgasmo. Te pones en su lugar: lo mínimo que puedes esperar de tus compañeros es que tengan las manos limpias durante la jornada laboral. No deberías quedar liberada de lo que piensen de ti solo porque no te vean. Te las lavas, preparas un café y te sientas frente al ordenador. Le comunicas al personaje del deseo que has quedado satisfecha. Das respuesta a los requerimientos laborales. Notas las mallas mojadas, sonríes. Después de un rato, la entrepierna húmeda es molesta para enviar correos y leer mierda. Te quitas las mallas y te pones bragas secas y limpias y un chándal, y te vuelves a incorporar ya seca.

 

Jay

 

 

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