VIII. Fraterno

La carretera del cementerio, como siempre en vísperas de los Santos, estaba animada; el parking, hasta arriba, y un hormiguero de personas deambulaba con prisa por la entrada del cementerio, como si estuvieran en la plaza de abastos y se les fuera a pasar el turno para la pescadería. No pude evitar asomarme hacia atrás al pasar y buscar a alguien conocido. Vivo o muerto, no llegué a reconocer a nadie.

Perdimos de vista el cementerio en la siguiente curva y justo llegamos a nuestro destino. Mi hermana aparcó el coche. Al bajar me quedé mirando a lo alto, a la copa de los árboles. Había salido un hermoso día de finales de octubre, y, a pesar de que iba a oscurecer pronto, la última luz del sol sacaba a relucir los colores otoñales de las hojas de los chopos. Era bonito el color de aquella tarde.

El marmolista trabaja al lado del cementerio. No es una mala ubicación la lonja contigua al camposanto para una empresa del sector. Sin embargo, me pareció que todo tenía un aspecto a medio camino entre el destartale y el abandono; nunca había estado y, como primera impresión, habría perjurado que las instalaciones no eran de este milenio. No es un negocio que pierda clientela, por otro lado; no parecen necesarias, pues, una mano de pintura exterior o una limpieza a fondo, de esas que se notan desde fuera. ¿De dónde vendrían las copas de los árboles? Estaban ahí, en la estela del edificio, de frente, como si estuvieran pegadas por detrás. ¿Estaban ahí? No parecían reales, y tenían que serlo.

Miré a mi hermana. Sonreí escuchando sus dramas de conductora veterana inexperta al bajar del coche. Somos así en la familia. Nos abruma conducir porque somos conscientes de lo mal que lo hacemos y siempre encontramos un millar de circunstancias para cada rutina mecánica de conductor. Se detuvo. Se quedó mirando a lo alto, a la copa de los árboles. Y sin decir nada, nos acercamos finalmente a la puerta. A la izquierda había una nave y a la derecha un edificio de oficinas. Un hombre flaco salió de la primera a nuestro encuentro con paso apresurado. Tendría unos sesenta años, no era demasiado canoso y lucía un aspecto nada arreglado; iba con pantalón de tela y camisa, pero de los de trabajar. Recordé que unos días antes, en el entierro, el que vino al pueblo a cavar, que era de la misma empresa, iba también ataviado con la ropa de trabajo de antaño y se peinaba para atrás, con agua y un peine (lo vi peinarse cuando el hoyo estuvo terminado). Así vestían —y se peinaban— en casa para trabajar en el campo y con el ganado. Los días de fiesta el atuendo era el mismo pero más limpio y nuevo: pantalón de tela y camisa, normalmente de cuadros. El hombre flaco, el marmolista, por el contrario, no parecía de los de peinarse para atrás. Era de una generación posterior para la que el concepto de ir peinado era diferente, tan diferente que no creo que se peinara. Nos indicó que lo siguiéramos y entró fumando en la oficina con la mascarilla en el cuello. Tenía la cara llena de polvo, supongo que de roca madre. Nos hizo pasar a una especie de despacho, apagó el cigarro en un cenicero y nos invitó a sentarnos frente a lo que parecía una mesa de despacho, al tiempo que se sentaba él también al otro lado y se volvía a subir la mascarilla. La oficina parecía dejada. Al otro lado de la estancia había un sofá verde triplaza que parecía bastante incómodo, y no por desgastado o viejo, sino porque no creo que alguna vez llegara a ser cómodo.

Nada más sentarnos, mi hermana le explicó que queríamos una lápida con el nombre de los dos hermanos de mi madre sin quitar la lápida de mis abuelos fallecidos casi medio siglo atrás. Acabábamos de enterrar a uno de mis tíos acompañado de las cenizas del otro, que habían reposado cinco largos años encima de su cama (las dejé yo allí). Siempre juntos: en la vida y en la muerte, y en mi vida. Me mordí el labio pensándolo. No es que los echara de menos juntos o por separado. Sentía que la mutilación que suponía la pérdida del último me recordaba el vacío que había dejado el otro, como si con haberlos reunido en aquel hoyo me los estuviera arrancando de mi ser. Le enseñamos una foto del cementerio del pueblo; «Es muy pequeño», añadimos —no recuerdo si fue mi hermana o yo, o quizás las dos al unísono—. Nos explicó cuál era su opinión y sugerencia. La aceptamos y dimos los nombres y las fechas de nacimiento y defunción. Aunque estaba bastante segura, me dio miedo equivocarme y dejar hasta el fin de los siglos mi error grabado en la piedra, por lo que optamos por asegurarnos y esperar (por supuesto, no me bailó ni una sola cifra, pero lo eterno me genera una inseguridad casi tan terrible como la que me produce lo que no lo es).

El hombre estaba de viernes, y no recuerdo muy bien cómo, pero empezó a hablarnos del negocio. Del timo de las aseguradoras —son un timo—; de la escasez de la mano de obra hasta el punto de haber tenido que mandar a su hijo recién graduado en Derecho a ayudar a cavar la tumba —ya me pareció a mí, que no tengo ni idea de cavar, que él tampoco—; de los ataúdes que vienen todos de China y no valen ni 60 € —y los tres asentimos con la cabeza lamentando ese margen abusivo de beneficios—. Rememoré ese momento horrible en toda muerte en el que, apenas has dejado a tu muerto aún caliente, la sociedad te obliga a elegir un ataúd de entre varios modelos reales colocados en una sala que funciona a la manera de catálogo viviente. Hay uno en toda funeraria, o por lo menos en las que he estado yo. Incluye un tour guiado con descripción exhaustiva de las ventajas e inconvenientes de cada modelo incluida. «Esta cruz gusta mucho». Lo he vivido cuatro veces ya, y las cuatro con mi hermana. Tres días atrás, plantada entre todos los ataúdes, había experimentado por tercera vez la sensación de irrealidad que supone valorar cuál es la mejor caja de madera para meter bajo tierra o quemar, según gustos, a alguien que hace algunas horas estaba vivo. No pude elegir, como siempre. Lo tuvo que hacer ella una vez más.

Me pareció un buen hombre el marmolista, trabajador dedicado, preocupado por dejar recuerdos imperecederos bien elaborados y por que todos los vivos queden contentos, clientes satisfechos con la piedra que ponen encima de sus muertos. Seguro que es este el oficio más antiguo de la humanidad. Se le veía diestro en el tono con que se dirigía a nosotras: agradable sin ser efusivo, nada afectado, cordial y explicativo. En el calor de la conversación comentó que su mujer es funcionaria donde mi hermana también trabaja como funcionaria. Al saber quién era, mi hermana movió la cabeza y se quedó mirándolo escrutiñadora. Preguntó para asegurarse de que hablaban de la misma persona, repitió el nombre y la elogió. Lo hacía de verdad, no es de decir cosas por decir, y menos si son buenas. Como no podía aportar nada a ese intercambio de respetos, miré por la ventana para pensar en las copas de los árboles.

—Yo conozco vuestro pueblo. He estado muchas veces en casa de vuestros tíos, en vuestra casa— dijo él interrumpiendo mis ensoñaciones y sin que hubiera un hilo aparente, puesto que ya habíamos cerrado las cuestiones relativas a la piedra y a su mujer.

Dejé la ventana, me volví hacia él y me erguí; por el rabillo del ojo notaba que mi hermana también se erguía.

—Conocía más a vuestro tío Andrés que al que ha fallecido. No sé si sabéis que yo tenía amistad con Fernando —asentimos a la vez: de aquella amistad nos habían hablado mucho en el entierro de Mariano, que ni en su entierro fue protagonista—. Solíamos ir a merendar, a jugar a las cartas a la casa de vuestros tíos, a vuestra casa. Se portaba muy bien, era buen anfitrión, Andrés, digo.

Movíamos la cabeza sin mirarnos. Estábamos escuchando a nuestra madre. La estábamos oyendo nítidamente. Nos tuvimos que echar hacia atrás en nuestros asientos de lo que pesaban los pensamientos de nuestra madre sobre nuestros hombros. La frustración y el dolor que le había generado el alcoholismo de sus dos hermanos; la rabia que le provocaban aquellas juergas que tenían lugar en casa. Hombres de pueblo borrachos, cada vez más borrachos, más enfermos, más dejándose morir. Visualizábamos claramente la escena. Andrés era divertido, seguro que lo pasaban bien. La historia podría haberse quedado ahí, porque hubo una pequeña pausa, muy pequeña, pero no tanto para que todos los que estábamos en aquella oficina no la sintiéramos. Crucé los dedos, no sé muy bien qué esperaba que fuera a decir. Me notaba en tensión, era un acto reflejo, siempre temiendo por sus vidas incluso estando muertos.

—Pues bien —volvió a tomar la palabra—, un día fuimos, y me dice Fernando: «Vamos a echar una partida». No es que yo sea jugador, pero tampoco me pareció mala idea. Quedamos en que Fernando y yo íbamos juntos, y vuestro tío, Andrés, iba con uno del pueblo de al lado, Antonino.

Nosotras no nos movimos, pero nuestras cejas tuvieron que arquearse levemente, de eso estoy segura. Con aquella información sabíamos que nos iba a decir que había perdido a las cartas. Seguimos escuchando sin apartar la vista del frente.

—Y dijo este Antonino: «Vamos a jugarnos algo» —hizo un gesto de resignación—, y perdimos, claro está. Tuve que comprarle un pajar al tal Antonino por 100 000 pesetas. Y se lo tuve que comprar porque, cuál fue mi sorpresa, al día siguiente vino aquí con la escritura preparada. Y no acaba aquí la cosa. Hubo que tirarlo unos años después, estaba a punto de caerse, y Fernando, que, como ya sabéis, fue alcalde después de que lo fuera vuestro tío, me llamó para decirme que tenía que pagar 600 € por tirarlo. Lo pagué, ¿qué iba a hacer? Cabreado pero tranquilo, no se le iba a caer a nadie en la cabeza ya, hasta que hace un par de semanas me viene una conocida común que tengo con la concejala del pueblo a contarme que Fernando ha construido un gallinero en el solar, y que están los animales sin atender y provocan ruidos y olores. Como comprenderéis no quiero saber nada de ese personaje. He mandado al chico para que me hiciera fotos del terreno…

Claro, el espía abogado disfrazado de sepulturero. Continuó hablando; sin embargo, ya no presté demasiada atención. Acababa de revelárseme íntegra la historia del Puerto Hurraco que es mi pueblo. En el entierro me contaron retazos del drama como si me tuviera que importar. Y no me importaba una mierda. Solo me importaba que la única persona con la que quería estar se quedaba ahí debajo de un montón de tierra en una caja de madera con una cruz que gusta mucho.

Antes de entrar en el coche de nuevo, se me quedó la mirada perdida en aquellas extrañas copas de los árboles. Después de arrancar, permanecimos las dos unos segundos, que parecieron minutos, en silencio.

—Estoy alucinando —confesó por fin, no creo que pensara que me iba a sorprender, aunque por unos instantes me pareció inaudito lo que decía—. Da igual los años que pasen, que siempre me encuentro con alguien que me hable de ellos.

Moví la cabeza. El atardecer estaba quedándose precioso. Me parecía que el horizonte era infinito, pese a que estuviéramos entrando de nuevo en la ciudad.

—Lo fuerte es que no lo hayamos pensado antes —respondí. Habíamos descubierto una dimensión desconocida de su vida y, sin embargo, pistas sobre los chanchullos de Andrés las habíamos encontrado a patadas y nunca habíamos sabido interpretarlas. Además, entre los hermanos siempre hubo un pacto de confidencialidad, aunque pareciera que se llevaran como el perro y el gato. Sentí la necesidad de taparme los oídos, ni siquiera el runrún sostenido del viejo Ford de mi hermana era capaz de soterrar la voz de mi madre retumbando en el techo del automóvil: «Le habrá regalado la tierra al cazador estando chupado». Así le contaba por teléfono a su hermana las novedades de los hermanos borrachos. Qué ingenuas. Nos concedimos un par de minutos para elucubrar sobre las timbas que terminaban en intercambio de títulos de propiedad, en el mejor de los casos si les daba por hacer papeles. Nos reímos juntas con aquel secreto que solo ella y yo en la Tierra podíamos interpretar. En la ciudad las copas de los árboles no eran como las del mundo de los muertos.

Teníamos que ir a recoger las cosas de Mariano a la residencia donde había vivido en la última década, esa cárcel en que se convirtió el último año de su vida. Esperaba que mi hermana me liberara de esa carga, pero no lo hizo. No conducimos bien, no quitamos cargas. Teníamos que ir en ese momento. Así lo había decretado y no se me ocurrió ninguna excusa para escaquearme de algo que al parecer tenía que hacer yo. No me dejó escapatoria. No me resistí tampoco, era mi obligación. Cuando aparcó en la puerta de lo que que me pareció el infierno, al mirar al cielo lo que vi fueron los búhos de metal que tenían en el tejado de la iglesia de enfrente para espantar a las palomas. Aquellos búhos —bueno, lechuzas, según Mariano— eran motivo de discusión constante con él. Le gustaba buscar pájaros o aviones en el cielo, y en la copa de los árboles siempre encontraba nidos. Y se había empeñado en que aquellos búhos eran unas lechuzas de verdad, y yo le decía que cómo iban a ser de verdad si siempre estaban en el mismo sitio. Y lo discutíamos en serio, él que nunca porfiaba por nada ni nunca quiso tener la razón en su vida. Pues resulta que con aquellas siluetas de metal no había manera de quitársela.

Aparté la vista de los búhos porque notaba que se me empañaba. Seguí a mi hermana al interior de la residencia. Al infierno la estaba siguiendo. Deseé que no estuvieran las personas a las responsabilizaba directamente de su agonía física y de su muerte. No podía demostrar su negligencia y su comportamiento inhumano de los dos meses anteriores. No se podía entrar a la cárcel, no se podía saber lo que pasaba dentro. Miré al letrero, estallaban en mi cabeza mis súplicas, mis ruegos y mis sucesivas llamadas advirtiendo de su estado. Y, como en los días anteriores, me sentí tan impotente… Y tan culpable… Deseé que no estuvieran. Era la última hora del viernes del puente de los Santos, no deberían estar.

—¿Puedo decir algo? —le pregunté a mi hermana mientras esperábamos que nos abrieran porque creo que la obediencia fraternal es supervivencia; sin embargo, no quise mirarle a los ojos por si no me atrevía a terminar la frase.

—Mejor que no. Tengo que llamar la semana que viene a pedir unas cosas y no quiero líos. Pórtate bien.

Reconozco que no tenía ganas tampoco y también que sabía que no me iba a dejar que montara un espectáculo. Lo acepté, cuando no crees en la resurrección, hay cosas que te dan pereza a pesar de que te ardan las entrañas.

Cruzamos las dos puertas de cristal de la entrada, las dos juntas, las hermanas. Nos limpiamos las manos con el gel hidroalcohólico y, antes de pisar el suelo, restregamos los zapatos en el felpudo impregnado en desinfectante. Saludé a la de recepción, y ella me envió un rápido y sincero pésame, pero justo en el momento en el que pusimos un pie en el interior, aparecieron dos de las tres zorras —así las llamo sin demasiadas florituras, admito—. Se acercaron para darnos el pésame y, sin que pudiéramos reaccionar, nos plantaron unas cajas de cartón bastante grandes en las manos. Era un movimiento estratégico de primer orden por su parte. No es que pesaran, pero nos inmovilizaban: nos tapaban el cuerpo hasta la boca, que quedaba ya oculta de por sí con la mascarilla. Solo nos dejaban libres la vista y el oído para poder verlas y escucharlas desde el fondo de nuestras respectivas cajas, que suponía que contenían las escasas pertenencias de mi tío. Deseé su muerte desde mi posición, y que fuera rápida porque me quería ir de ahí cuanto antes. No obstante, tuvimos que escuchar el más sentido pésame de parte de todo el equipo y de todo el grupo corporativo de mierda que había comprado la residencia por enésima vez. Lo hacían con cara compungida y tenían postura de duelo con las manos cogidas a la altura de su maldito coño. Sentí náuseas. A punto estuvieron de provocarme el estallido de todos mis órganos vitales, pero, de repente, la voz algo temblorosa de mi hermana detrás de su caja me salvó:

—La verdad es que siempre nos quedará la pena de que, si le hubiéramos sacado de aquí, todavía estaría vivo.

Aquello sí que era una sorpresa. Para todos los presentes. Ignoré las zalameras palabras que apenas llegaba a farfullar la directora, la peor zorra, tremendamente herida por el reproche lanzado casi entre lágrimas por la hermana buena. La hermana mala giró su torso hacia ella, unos noventa grados, con la caja en mis manos, conmovida por la licencia inesperada que le acaba de conceder su hermana. No me devolvió la mirada, ella solo tenía ojos para la que iban a ser mis próximas presas. Qué pena me dio que no estuvieran las tres zorras.

Cuando salimos por aquella puerta ya liberadas y con nuestras cajas como una extremidad más, levanté la vista. Las lechuzas movieron su cabeza para despedirse.

—Menos mal que no íbamos a decir nada —solté.

Rio. Ciertamente tenía la aprobación fraterna.

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