Recuerdos borrados

Advierto que este post es largo, largo y largo. Entenderé que nadie se lo termine. Además, aviso que puede resultar triste y somnoliento… Perdonadme, no se volverá a repetir.

Hace ya muchos años que la perdimos, no porque muriera. Desapareció mucho antes y puede ser porque llevo un tiempo acordándome de ella y porque después de tantos años, siento que le debo unas líneas para recuperar la dignidad que perdió con su enfermedad y de paso, reivindicar la de todos aquellos que la padecen. Lo hago porque caí en la cuenta de lo cruel que te vuelve ser familiar de un enfermo, de la inocencia de ambos, la del enfermo y la del familiar y sobre todo, porque tengo miedo. Es verdad, tengo miedo a la muerte.

Sin embargo temo más intensamente a la enfermedad y antes que a la mía propia (es un hecho comprobado que creemos que a nosotros nunca nos pasará nada), me estremece pensar en la enfermedad de las personas a las que quiero. Esa sombra está ahí, la de la enfermedad ajena. Lleva una temporada rondándome y de vez en cuando aparece algún vestigio que me la recuerda y que provoca noches de insomnio y malestar sin causa real probada. La veo cerca, a la enfermedad. No a la mía, esa la esquivo. No, veo otra. A veces intento convivir con ella, pero en ocasiones se me hace tan evidente que me paraliza… En fin, yo sé lo que me digo… Es un temor que tengo y me gustaría con este post dejarme una nota para el futuro por si alguna vez (por favor, ojalá no tenga que leerme este post-it) tengo que afrontar algo parecido, no se me olvide jamás la persona.

No es solo que el alzheimer le arrebatara la memoria a mi abuela hace veinte años, la consciencia y al final hasta el alma o cualquier rastro de humanidad, no sé cómo explicarlo, sino que además arrancó de mí el recuerdo de mi abuela. Mi abuela, la de verdad. Hasta hace poco, mi abuela ya no era mi abuela. En mi memoria, era la vieja que alteró nuestra vida, por decirlo suavemente. Es verdad, no pensaba en ella como una persona sino como el humanoide en el que se convirtió. Y no es justo. Mi abuela era una buena mujer, de las de antes (nació en 1914) y le tocó pasar muchas penurias y hambres como a muchas. Y se lo debo por eso, porque la sigo admirando y queriendo y fijaos qué tontería, porque últimamente le robo hasta el nombre y el apellido, soy verde por algo… Mi pobre abuela. Su madre murió cuando era muy pequeña y bajo la tutela de una madrastra tan bruja como las de los cuentos y con un parecido extraordinario con Doña Rogelia pero en versión Psicosis, mi abuela no fue a la escuela. Nunca aprendió a leer. La pusieron a servir a sus tiernos siete años. Y eso es lo que hizo para criar a los hijos y luego a los nietos. Solía decirme: “Estudia, hija para que no seas tan tonta como tu abuela”. Mi pobre abuela.

Empezó poco a poco. Un despiste. De los que tenemos todos. Luego otro. Luego una cadena de despistes. Quién sabe. Porque en realidad no lo sabemos. No se sabe cuándo empieza o cómo. Quiero decir, no sabemos cómo funciona la cabeza. Y al principio y más hace veinte años que no se hablaba tanto del tema, no piensas que pasa algo. Solamente que la abuela ha fregado veinte veces el vaso de leche que te estabas intentando beber. Que la abuela te ha confundido con tu prima (al ser la última nieta, me pasaba mucho lo de que me llamaran por otro nombre, es más, me sigue pasando), que la abuela ha perdido la cartera, que no se acuerda cómo se dice esto o lo otro. No pasa nada, es normal, a todos nos pasa, o por lo menos a mí me pasa bastante, me lo tendré que hacer mirar. Pasa el tiempo… Es difícil cuantificarlo y precisar el momento en que comienza el deterioro. Posiblemente empezó mucho antes. Hasta que un día es un hecho evidente. La abuela hace cosas raras. El alzheimer se la sigue comiendo hasta que es inevitable: ya no puede seguir viviendo sola. Es peligroso. La crisis familiar estalla. Tengo envidia de las familias de mis amigos, de algunas. De lo bien que se llevan.

La mía nunca se llevó bien. Lo que resultó un problema. Pero aún así, entonces lo aprendí bien: cuando hay que tomar una decisión como esta, lo que suele pasar en todas las familias es que comienzan los problemas. Y por muy bien que se lleven los familiares en cuestión, surge el cisma. Comienzan las discusiones y los reproches. Lo recuerdo muy bien. Tenía quince años. Me acuerdo hasta de lo que estaba haciendo durante la sangrienta discusión y me acuerdo de mi abuela, que entonces ya no era mi abuela, gritando como una posesa porque todo el mundo gritaba. La solución que se tomó ya con todas las partes totalmente enemistadas fue el reparto, el clásico reparto. Es la solución más común en ausencia de dinero para pagar una residencia. Un reparto a lo Salomón. Doce meses entre tres hijos, a cuatro meses por hijo. Si uno no cuenta, el reparto se queda así: hijo 1, dos meses; hijo 2, cuatro; hijo 3, cero y así sucesivamente. Movilizar a mis abuelos las distancias que separaban a sus hijos era ya en sí una tarea colosal, pero no me detendré en eso.

Aquellos ocho meses anuales que vivíamos con ellos, no os voy a engañar, eran un infierno ininterrumpido. Mi abuela siguió el proceso de deterioro cerebral de una manera vertiginosa. Lo que había sido una abuela cariñosa se convirtió en una fiera inquieta e indomable a la que los tranquilizantes ya no hacían ninguna clase de efecto. Qué mala hostia tenía… Daba miedo… Era una cosa… Hablaba de ella como si fuera joven y se montaba unas películas, que ni el más ingenioso de los guionistas hubiera podido imaginar.

Además, parecía que lo que se había callado durante su vida, salía por su boca en forma de juramentos e insultos que rozaban el satanismo. Y no es que en mi casa no estuviéramos acostumbrados al género… Al contrario… Pero la verborrea de mi abuela nunca dejó de impresionarnos. Un nuevo formato de abuela, ultraviolenta radical en especial hacia las personas que la cuidaban, o sea, mi abuelo y mi madre que ni hija ni nada pero que todavía sufre las consecuencias de aquellos años. Si alguien hubiera osado a atacarme por aquel entonces, le hubiera soltado a mi abuela sin dudarlo: “Venga abuela, que no queden ni los huesos, ¡a por ellos!”. Una vez que fui a buscarla, la llamé y de un giro imprevisto agarró una sartén para estrellármela en la cara y si no hubiera recapacitado y caído en la cuenta: “¡Ah! Eres tú”, que a saber quién se pensó que era yo, porque no creo que lo tuviera claro en ningún momento, ahora no estaría aquí frente a mi ordenador, sino con una lápida encima que rezaría: Muerta de un sartenazo. Blanquita me quedé. Sus momentos tenía. Muchos eran divertidos, sí.

Es mejor reír que llorar, eso siempre. Pero donde hay risas, hay lágrimas y nervios y agobios y gritos y desesperación. Durante aquellos años en los que ocho meses pasaban más lentos que una década tuvimos de todo, pero la situación era tan terrible que me borró cualquier rastro de amor hacia mi abuela, la pobre, que jamás había hecho daño a nadie. Todo lo contrario.

Unos tres años después, surgió la oportunidad de optar por una plaza en una residencia pública y por el bien de todos, ingresó allí. Entonces, en términos de su recuerdo como abuela, esto fue en su contra. Porque la abuela ya no era ni persona, era una cosa a la que íbamos a ver de vez en cuando, que progresivamente se iba quedando como una planta arrugada, hasta que unos cinco años después se apagó. Me dio igual, para mí había muerto mucho antes. Incluso me fastidió porque entonces tenía otros problemas y hasta me quejé de lo mal que se había muerto. Ni la lloré. Perdona abuela, perdóname. Déjame que recupere tu persona y la mía también, la que se llevó el puto alzheimer que también se llevó algo de mí…

Después de tanto tiempo, tengo miedo. Tengo mucho miedo de repetir todo el proceso. Pero de lo que más miedo tengo es de perder a la persona así, por desgaste, que la degeneración no borre solo sus recuerdos, sino los míos…

Creo que tengo esta sensación porque afortunadamente hubo la posibilidad de ingresarla en un lugar en el que pudiera recibir las atenciones necesarias para mantenerla con vida, qué vida, con personas cuyo trabajo es encomiable y no está pagado, porque de haber continuado ese turno de 24 horas, ocho meses no sé qué hubiera pasado con mi familia y ni hablar de este recuerdo que intento rememorar aquí. Y digo esto, porque no solo temo por el futuro sino que el presente de muchas familias es este y no hay suficientes residencias públicas, por no decir que la gestión se está privatizando, bueno qué coño, lo digo porque es verdad.

 

En un momento en el que las ayudas se están recortando hasta unos mínimos de vergüenza, con unos precios en las residencias privadas ya inalcanzables cuando la palabra crisis no formaba parte de nuestro vocabulario cotidiano. Me imagino el drama de las familias con enfermos de alzheimer en la actualidad y me da tanta pena… Y miedo…

Suelo ver a personas enfermas. Muy habitualmente y todos tienen la misma cara. La mirada perdida, los músculos de la cara flácidos enmarcando un cráneo chupado y un pelo que no parece humano. Conozco a una mujer que pasa cada tarde con su marido enfermo que vive en una residencia. Todos los días sin faltar ni uno, se siente a su lado, le agarra la mano y deja pasar las horas junto a él, sin hablar. Acabo de recordar que mi abuelo hacía lo mismo (…). Volviendo al día de hoy, el hombre ha perdido su memoria, pero ella se niega a perderlo y se aferra a su presencia física como si aún fuera él, temiendo el día en que le pierda ya del todo. Espero, le deseo que no le pierda nunca…

Por mi parte, me siento afortunada de volver a recordar a mi abuela. Porque su enfermedad no la borró de mi memoria. Pienso en ella cuando mis manos huelen a lejía, siempre olía a lejía. Cuando la acompañaba al lavadero. Las partidas de cartas en las que no había familia, solo rivales. Los miles de besos que me daba cada vez que me veía. Sus rulos. Su risa. Lo mal que cantaba en misa (a finales de los noventa se volvió moderna y rapeaba las canciones). Sus vestidos de abuela setenteros, ahora vintage. Sus lomos y chorizos en aceite siempre listos para cuando venía alguien a casa. El jarrón que destrocé de un balonazo. Un gato tamaño tigre que la seguía a todas partes. La manta que nos tejió. El reloj que me regaló en mi comunión. Su voz.

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