Llevo unos meses alucinando con el mundo del marketing. Es decir, empecé a ver una luz al final del túnel, que de momento se ha quedado en un pequeño fósforo. Pensé: «cualquiera puede hacer pasta en Internet». ¿Cualquiera? Me puse a la tarea y empecé a dar mítines en mi entorno cercano (gracias por aguantarme, sé que soy una pesada, no puedo evitarlo) en plan: «Internet es una gran mentira, una plataforma para vender y para crearnos necesidades. De todo lo que se publica en la red, la verdad original se esconde en pequeños reductos, todo lo demás es puro marketing», decía como si fuera una experta por haber ojeado unos cuantos blogs y me hubiera sido revelada una verdad existencial. O ¿acaso os estoy contando algo que no sepáis? En fin, soy una pesada.
Cuando comencé mi andadura, hace bien poco, como redactora de artículos para páginas de Internet, a precios muy baratos, insisto, me di cuenta de que todo es un copiaypega adaptado a herramientas al servicio de objetivos mercantiles. Estoy simplificando, porque todo es mucho más complicado que esto que estoy explicando. Así, repetir en un texto de 500 palabras, las palabras clave unas 180 veces, por decir números al voleo, posiciona tus productos en el buscador de buscadores de manera que cuando un incauto usuario teclea esas palabras u otras parecidas, mágicamente (o mejor dicho, mediante logaritmos yo diría alquímicos) en el listado de resultados aparece un texto que nos remite a una determinada empresa. Ya sea de manera evidente o algo más camuflada (la diferencia radica en si la empresa ha pagado o se ha posicionado con sus textos). Pero hay muchas más opciones y todo un mundo de estudios, empresas y profesionales. Donde hacemos un clic, hay alguien que ya ha puesto su mano para recoger sus euritos correspondientes.
Y yo pensé que podría meterme. Ofrecer aquello que me gusta hacer y que no se me da mal. Otra gente cocina bien, yo puedo redactar, sin más. No es necesario hacerlo bien, literariamente hablando, ni con estilo, y si apuro ni siquiera correctamente. Hay que llenar páginas con lo que quieren. Es decir, con lo que “ellos” (entendido como un ente abstracto) quieren vendernos. Me avergoncé de mí, que me estaba poniendo al servicio del más vil de los capitalismos. Es verdad. Es más, a veces me daba asco hacerme del club de los marketing copywriters, pero es que no sé cocinar y como hasta la fecha nadie me había pagado por escribir, aunque fuera por estos salarios que ni siquiera compensan las horas que dedico a cada texto, ni los derechos de autor que vete tú a saber dónde se quedan, pues acepté formar parte de la maquinaria empresarial. Me avergüenzo y lo reconozco públicamente. Estudié y analicé blogs, artículos, incluso intenté hacer algún curso, mientras seguía por ahí dando charlas acerca del mundo comercial de Internet. De manera muy superficial porque me faltan tantos conocimientos (y entendederas) sobre el tema…
Pues bien, todo este tiempo invertido se ha quedado en un batiburrillo cerebral que se asemeja a cómo se quedaba mi tierna cabecita de letras cuando mi profe de matemáticas del insti explicaba un problema o una teoría. Parecía que yo iba comprendiendo cada uno de los pasos, pero cuando veía la pizarra llena de cifras, signos y operaciones me sobrevenía una sensación de agobio que automáticamente eliminaba cualquier rastro de comprensión. Así y todo, creo que el marketing no aporta nada nuevo a la civilización. Es decir, está todo inventado. Y es más, opino que desde los tiempos remotos en los que a unos hombres primitivos se les ocurrió intercambiar sus productos, crearon ya entonces el concepto de marketing. Diciendo esto intento animarme. No puede ser tan difícil, me consuelo. Por ello, sin retrotraerme tanto, pero sí unos cuantos siglos en el siguiente post hablaré de una de las estrategias de marketing más efectivas que, en mi opinión, se han inventado en la historia del ser humano: las peregrinaciones.