A la edad de dos años, no lo recordaréis, pero fuisteis unos enfants terribles. El niño a los veinticuatro meses se deshace de la piel del tierno bebé y se adentra en su primer momento de independencia: se puede mover y sostener físicamente por sí mismo, así que ¡al cuerno todo lo demás!, ¡a explorar el mundo, con enchufes y botellas de lejía incluidos, con toda la energía de un cuerpo y un cerebro recién estrenados! A la tierna edad de dos años, somos conscientes de alguna manera de nuestra autonomía y nuestra temible voluntad intenta hacerse paso ignorando y enloqueciendo a los alterados padres que, sin duda, viven uno de las más dramáticas crisis de su paternidad. ¡No hay miedo a nada porque no hay un conocimiento real del mundo ni interiorización de ninguna clase de norma –ni ganas– y, además, que nadie ose a frenar esa sed de aventuras porque se las verá con el pequeño demonio que ya ha empezado a sacar su personalidad del pañal.
Esta explosión de emociones y sentimientos encontrados no se repetirá con una intensidad de esas dimensiones hasta la adolescencia. ¡Oh, adolescencia, qué dorado momento! Cuando crees que tanto tu cuerpo y tu cerebro ya son adultos; cuando vives la energía de poder tomar tus decisiones sin consecuencias; cuando reclamas tu autonomía porque consideras que el mundo adulto que te rodea te sigue poniendo pañales cuando tú ya tienes pelo púbico… La voluntad que nació cuando soplaste las dos velitas, de repente, se ve empujada por un torrente de hormonas y se convierte en un huracán que conseguirá que los padres se cuestionen su decisión de hace ya tanto tiempo de arropar entre sus brazos esa cosita fruto de sus entrañas y se pregunten, lamentándose hasta la crispación, en qué se han equivocado.
Pues aunque parezca que me voy tirar por los derroteros de la paternidad o del desarrollo humano, nada más lejos de mi intención, porque hoy, sí señores, en pleno agosto, sigo metafísica y preparaos, porque lo que viene a continuación va a ser muy, pero que muy profundo. Lo hago, en primer lugar, por mí; y también para dejar claro que me la traen al pairo las estadísticas de Google, porque que no hay nada peor para retomar la actividad de un blog que cargarlo con textos de contenido seudoontológico a mitad de agosto.
Que la voluntad es el motor de nuestros actos habría que cogerlo con pinzas. Dudo que nuestros actos provengan al 100 % de esa voluntad. Dudo, luego existo; quiero, luego no sé lo que quiero y lo que es más indicativo: los hechos que al final conforman la historia de nuestra vida no dependen de nuestra voluntad, en el caso de que nuestra voluntad fuera ortodoxa en sus deseos –cosa que también dudo, cualquiera se fía de la voluntad. Nuestro margen de decisión es muy limitado debido, en buena parte, al conjunto de hechos, acciones, casualidades, sucesos, decisiones propias y ajenas, además de un sinnúmero de sustantivos, que ni siquiera puedo especificar porque no me llega el entendimiento a tanto, que nos rodean y que ejercen su –digamos, en algunos casos, maligna– influencia. Y si a estas alturas has pronunciado la palabra destino, cierra la página porque hablar de destino es ponerse al nivel de racionalidad de nuestros antepasados que adoraban al sol.
La voluntad es un engaño, es ciencia ficción. La voluntad no es real, pero existe. Qué cosas, ¿eh? La voluntad es ese demonio que nos mueve sin preguntarnos siquiera. Es soberbia y egoísta como solo tu amor propio puede llegar a ser. La voluntad te anulará, y no podrás hacer nada por evitarlo. Eso sí, a veces te dará alegrías y, en muchas otras ocasiones, te desilusionará. Es más, te destrozará. La voluntad me lleva jugando malas pasadas desde hace décadas. Quizás no me fijo en lo bueno que ha hecho por mí, pero es que en estos últimos años se ha empeñado en hundirme. Hace ya 137 días volvió a dominarme y ahora tengo que cargar con la culpabilidad de una decisión horrible que tomé hace ya casi cinco meses. No he parado de pedir perdón, sobre todo a mí misma, desde entonces. Y lo peor es que sé que nunca me perdonaré.
Como he dicho, la voluntad te ciega. Crees que la vida va a seguir su curso como tú consideras que debe hacer. Bueno, igual soy yo y al resto del mundo no le pasa y tengo un problema gordo, igual. De vez en cuando, la niña de dos años y la adolescente iracunda con sus camisetas de Jim Morrison que una vez fui salen a relucir y ordenan, cuales enanas dictadoras, que los acontecimientos sigan su voluntad y eso, pequeñas, no es así. Me enfrenté a la muerte, no a la mía, mi voluntad se habría anulado en tal caso. No, me puse chula, desoí a mi razón que me mostraba los hechos tal y como estaban ocurriendo. Ni siquiera era la esperanza la que me guiaba, era mi puta voluntad. Pensé que la vida y la muerte iban a seguir mi planning, el que yo –y solamente yo– había diseñado. Me dejé arrastrar por la excusa del cansancio, del estrés… Sin embargo, era la soberbia esa que me ha otorgado el puesto de directora ejecutiva de mi vida y de las de mi entorno la que me animaba a irme; la que imponía que mis deseos fueran órdenes, y que la muerte me obedecería. Tenía muchos planes para que todo ocurriera como yo quería. Me había hecho un horario, por dios ¡un horario!, de lo que iba a hacer al día siguiente para que todo fuera acorde con los parámetros de mi voluntad. Y en vez de mirar a los ojos, cogí la muñeca que estaba agonizando y miré el reloj. Acto seguido, me dispuse a seguir las indicaciones de la voluntad. Todo iba a pasar como yo decía que iba a pasar y lo abandoné. Ocho horas después, una llamada me devolvió al puesto de becaria de la vida del que nunca me promocioné. Solo era una ilusión. La voluntad había sido derrotada, una vez más. Ciento treinta siete días y lo que me queda… Me gustaría extirparme la voluntad para siempre.