Familia científica

Siempre que mi abuela, que nació en 1914, me veía haciendo la tarea o leyendo, me decía «Estudia, no seas una analfabeta como tu abuela». Su firma en el DNI era una X. A mi pobre abuela la pusieron a servir a los 6 años cuando su madre murió de unas fiebres, y ya no pudo ir a la escuela. La recuerdo mucho llamándose tonta a sí misma, y eso que, en la familia, nadie de la generación inmediatamente anterior a la mía tuvo la oportunidad de aprender poco más que a leer y escribir y las cuatro reglas.

Mi abuelo materno nació en 1898, y mi abuela, en 1903. Perdieron dos hijos en edades tempranas de unas fiebres en los años veinte y treinta. También por unas fiebres perdieron a otro hijo en la mili en los años cincuenta. Las causas oficiales de sus muertes que han llegado hasta nuestros días siempre fueron las fiebres.

Mi madre perdió un hijo horas después de parirlo en 1965. Siempre decía que, si hubiera nacido años más tarde, habría sobrevivido. Solo la escuché dos veces hablar de lo que es perder a un hijo, y la última ya no se acordaba de quién era ella. Bien, como entonces era muy normal esto de morirse antes de tiempo, y poder pagar un entierro cristiano era la mejor manera de asegurar el limbo o el cielo a las pobres criaturas, mis padres contrataron una póliza de decesos por aquel entonces que yo tuve la mala suerte de heredar por causas ajenas a mi voluntad cuando tenía unos veinte años.

Mis abuelos maternos fallecieron los dos en 1972. A mi abuelo lo encontraron muerto sentado sobre una piedra en la era de al lado de casa. Un infarto, dijeron. Seis meses más tarde, a mi abuela se le paralizó un lado del cerebro, dijeron, y estuvo seis días sin dormir y sin parar de hacer cosas que no eran reales hasta que murió. Ninguno de los seis hijos que les sobrevivieron ha muerto de un accidente cardiovascular como ellos. Todos heredaron esa predisposición a las enfermedades cardiovasculares y todos han sufrido patologías relacionadas, con algunos sustos, como un infarto, en concreto de mi madre, algún trombo y alguna cosilla más. Sin embargo, la cosa nunca ha terminado en muerte, sino en enfermedad crónica controlada. Todos superaron con creces la esperanza de vida de sus progenitores, puesto que los avances médicos han permitido el diagnóstico precoz y su tratamiento farmacológico y quirúrgico. No he hablado de mi abuelo paterno, que nació en 1910, porque era un crac, digno de estudio de la ciencia. Murió en el 2009, desde mi punto de vista, porque ya no podía ir solo al bar.

Estoy proporcionando esta información, que probablemente no se encontraba en posesión de Google todavía, para ilustrar con hechos probados que no salen en la tele que la gente se ha venido muriendo a lo largo de la historia de enfermedades para las que no había recursos ni de las que existían los conocimientos necesarios para ser tratadas. Posiblemente algunos o, por qué no, todos los que vociferan consignas en contra de la medicina, las vacunas y la ciencia en general no estarían en este mundo de no ser por los avances científicos y tecnológicos. Sus padres o abuelos, o incluso ellos mismos, habrían muerto de sarampión, tifus, gripe, tuberculosis, tétanos, polio, meningitis, infecciones varias…, en una habitación oscura sin Netflix ni YouTube, con el olor a muerte agria de la de antes, mucho dolor y largas agonías. Habrían acudido, probablemente, a curanderos y charlatanes que se llevarían los cuartos de las familias sin llegar a salvarlos.

Había decidido aparcar este tema porque es un sinsentido llevarse berrinches o intentar tener una conversación lógica con semejante escuadrón. Había pensado actuar como cuando te salen cucarachas en casa: si no las miras, no están. Sin embargo, me di cuenta de que esta técnica no funciona ni con las cucarachas ni con esta gente. Salí el otro día a dar una vuelta de diez minutos y me crucé con uno. Cuando se iba a acercar, yo hice ese gesto que estoy integrando en mi repertorio de «Como te acerques un poco más, te rajo». Sin que yo hubiera abierto la boca, me soltó: «No te dejes influenciar. Todo es mentira». «No te dejes influenciar», «No te dejes influenciar», «No te dejes influenciar»… ¡No te dejes influenciar!

Se me hace bonito recordar a mi abuela cuando me siento afortunada por haber podido ir al colegio, por no haber muerto de niña y por, en definitiva, haber vivido mejor que ella. Tener la oportunidad, los recursos y el tiempo de poder hacerme una idea del mundo que me rodea es un lujo. Estudio y leo lo que puedo, siguiendo su consejo, para, cuando no tengo conocimiento sobre algo, intentar crearme una opinión con la información a la que puedo alcanzar con lo que sé o lo que aprendo. Y, si no comprendo la información o no la tengo, no la convierto en dogma, porque de los dogmas no se puede seguir aprendiendo. Puede que me engañe a mí misma, pero me tomo mi tiempo en dejarme influenciar.

La ciencia no es un ente manejado por los poderosos. Quizás a los poderosos les interese meter fondos en campos e investigaciones que los beneficien. Sí, claro. No obstante, la ciencia se nutre del trabajo de millones de personas que invierten la mayor parte de su tiempo en leer, estudiar e investigar multitud de fenómenos. Por eso, hay tantas disciplinas científicas como estrellas en el cielo. Los científicos son cautos a la hora de hablar de verdades como puños. Escriben artículos con sus investigaciones, debaten resultados, buscan consistencia en los datos que obtienen al observar historias…

Sin duda, me maravilla la curiosidad que empuja al ser humano a dedicar, con perseverancia y esfuerzo, toda su vida al estudio de fenómenos y a la búsqueda de evidencias desde distintas disciplinas, a plantear hipótesis que investigar durante años inyectando buenas dosis de creatividad y paciencia. Desde la prehistoria, este empuje es lo que ha hecho que, entre otras cosas, nuestras casas no se parezcan a las grutas en las que se refugiaban los primeros homínidos.

Los avances y los descubrimientos científicos y tecnológicos no son buenos o malos en esencia. Es su aplicación lo que los puede convertir en herramientas para el bien o máquinas del mal, para hablar en términos que los que no se dejan influenciar puedan entender. Bueno, tampoco van a leer esto, así no me voy a esforzar mucho. No soy una experta en filosofía, por lo que no me meteré mucho en el tema. Hay muchos empollones que emplean su tiempo en analizar las implicaciones de la ciencia a través de la ética, la bioética o la filosofía. Vivo en este mundo y sé que hay mucha gente a la que no le importa nada el sufrimiento de otras personas, y menos si sacan rendimiento económico o político de él. También he aprendido que se oculta información a la opinión pública, pero me resultan demasiado infantiles y simplonas muchas de las teorías que tengo que oír por ahí.

No te dejes influenciar. Para aseverar y demostrar algo no es suficiente con pasarse noches sin dormir viendo vídeos en YouTube (un ejemplo de los efectos nocivos de la ciencia en los seres humanos) o leer enlaces apadrinados por académicos de la farsa. Y, oye, no falla en ninguna de estas mierdas. Si quieren probar que lo que dicen es verdad, plantan a un alemán, y, ¡hala!, verdad absoluta. Es verdad, homeopatía, biodescodificación, MMS, magnetoterapia, y un largo etcétera. Y, si no es del Imperio austrohúngaro, es un nórdico, en definitivas cuentas, un ario, doctor honoris causa en la Universidad de Kraken. ¡Venga!, aceptamos a Mengele como autoridad en genética.

Yo también voy a servirme de otro alemán, ministro del III Reich para la Ilustración Pública y Propaganda, referencia mundial en marketing, Joseph Goebbels: «Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad» o, lo que es lo mismo, un vídeo con 20 K reproducciones es más que verdad, es palabra de dios.

Aquí van mis últimas palabras públicas dirigidas a los incendiarios revolucionarios de la libertad. Acepto que existan e, incluso, que compartan sus mierdas de vídeos y de publicaciones, mira que son cutres, basadas en nada, y que insulten y que se erijan como los poseedores de la verdad absoluta. Tendré que tolerar que me echen en cara que me creo lo que sale en la tele; paso de dar explicaciones acerca de lo que me creo o me dejo de creer. Dejaré que expandan peligrosas y dañinas instrucciones que causarán muertes. Lo único que pido es que me dejen en paz. Yo ya tengo el entierro pagado. Con el dinero que mi familia ha pagado durante varias décadas podría mandar a la gente a la que quiero a Tailandia para celebrar mi muerte con una fiesta en la playa, pero imagino que, con suerte, llegará para ir a mi pueblo. Solo espero que elijan un sitio bonito para esparcir las cenizas de los despojos que queden de mi cuerpo una vez que la maléfica ciencia haya investigado con él la manera de dominaros a todos, ¡hijos de puta!

 

Imagen: Miguel Servet (grabado del siglo XVIII). Autor: Christian Fritsch. Fuente: Wikimedia.

Miguel Servet nació en Villanueva de Aragón en 1509. Fue médico, teólogo, cartógrafo y físico, y sus estudios se centraron en varias ciencias, como la astronomía, la física o la anatomía. Entre sus aportaciones al campo de la medicina, destacan sus estudios sobre la circulación pulmonar. Fue condenado a morir en la hoguera dos veces. La primera fue quemado en efigie, y la segunda ya de cuerpo presente en Ginebra en 1553.

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