El demonio vive dentro de tu sandwichera

 

Sí, he visto al demonio en una sandwichera. Me estaba mirando directamente a los ojos. He contemplado las llamas del infierno en la resplandeciente superficie de ese extraño maletín que alberga las brasas de Lucifer. Voy a poneros en situación.

Mi historia con las sandwicheras se remonta a mi infancia. Siempre quise tener una sandwichera. Recuerdo mi primera sandwichera. Que no era mía, digo “mía” por ese afán que tengo de poseer, siempre en esencia nunca en propiedad. Uno de mi amigos del cole la tenía y su madre nos preparaba sándwiches cuando íbamos a su casa. Después de estas merendolas tan exquisitas, yo le rogaba a mi madre que comprara ese maravilloso aparato que convertía la merienda en un placer para los sentidos. Y mi madre con ese carácter tan castellano, sabio y recio; con ese tono comprensivo tan peculiar de la recia estepa donde me crié, me contestaba: -“¡Sí, hombre! Para tener otro cacharro por ahí tirado. Hazte un bocadillo y déjame en paz un rato”. Como podéis ver, crecí en un ambiente en el que a la hora de la merienda no había lugar para los anglicismos. Y eso que leía con pasión las intrigantes tramas de “Los Cinco”. Estaba enganchada a las aventuras de aquellos incisivos detectives preteenagers (término inventado) que más que desentrañar los misterios que acontecían en probablemente uno de los lugares más aburridos de la enigmática Gran Bretaña, se ponían ciegos a emparedados y manjares desconocidos para mí como la mermelada de grosella, los riñones con mantequilla de cacahuete o cualquier angloguarrada (¡uy!, otro término inventado) por el estilo. Cuando investigaban parecía que se iban de ruta gastronómica. Su creadora, la maru inglesa Enyd Blyton, no imaginaba que sus relatos influirían de una manera tan determinante en su público. Reflexionando sobre esto, entiendo mejor por qué las generaciones que se deleitaron durante su infancia con esta colección de la más pavisosa literatura juvenil, se abandonaran a la espiral de sexo, alcohol y drogas que comenzó en los sesenta. Es que, joder Enyd, hiciste de los jóvenes unos ansiosos a base emparedados y cervezas de jengibre, ¿en qué diantres estabas pensando?

Retomando mi trauma, crecí con la ilusión del emparedado. Así que cuando leí en algún libro que aalguien lo emparedaban, me imaginé que la tortura consistía en poner al reo entre loncha y loncha de pan de molde gigante para causar la muerte por indigestión, eso sí, yaciendo cómodamente sobre un lecho de miga blandita.

Nunca conseguí mi sandwichera. Crecer en un hogar desprovisto de sandwichera provocó que, ya en la edad adulta, no sintiera la necesidad de tener una propia en mi casa. En ocasiones, barajé la idea de hacerme con una. En mi lista de electrodomésticos malditos se encuentran la heladera, la sandwichera y la churrera. A pesar de mi independencia como dueña de mi destino, siempre los he descartado porque la matraca de mi madre repica todavía en mi cabeza: “otro cacharro más”. Así que se quedaron en un cuarto oscuro en mi corazón junto con la granja de hormigas que siempre quise tener. Además, vamos a dejarnos de poética, seré sincera. Bien sabía yo, porque me conozco, que si tenía uno de esos cacharros me iba a poner tonelete a base de helados, sándwiches y churros, respectivamente.

Mi vida siguió su curso con esa pena en el estómago… He vivido tranquila todos estos años hastaque, ¡maldición!, el diablo me ha buscado y me ha encontrado. Hace un par de semanas, una sandwichera me guiñó un ojo en mi propia cocina. Allí estaba esperándome. La ignoré, sí, pero no porque lo quisiera. Simplemente, fui prudente. No era mía. Estaba allí, pero no era mía (otra vez el concepto de la propiedad). Podía haberla pedido, pero no quise. Por no molestar… Después desapareció como vino y maldije como un marinero. Había estado tan cerca de saborear un auténtico sándwich y la posibilidad de hacerlo se había esfumado una vez más. Sin embargo, mientras hay vida, hay esperanza. Esta semana volvió a aparecer en el mismo lugar y flirteé un poco con ella. Me hice la estrecha, no por mucho tiempo porque soy una facilona. El sábado me di cuenta de que no había nadie que vigilara la dichosa sandwichera. Y me dije: “por uno no va a pasar nada”. Lo preparé con mimo… Delicioso. Me pareció poco, así que seguí. Uno, otro, uno y otro… Que si un poquito de queso, un poquito de tomate, unos pimientitos y por supuesto, unas gotitas de aceite de oliva… Hasta me dio por poner especias. También he fantaseado con un sándwich de tortilla de patata que no se ha materializado finalmente… Bueno y con otras delicatessen varias como sándwich de salmón y aguacate, fantasía de calabacín con cebolla caramelizada y reducción de vinagre de Módena… Y el súmmum, el sándwich vegetal (ese que siempre pides y que va con huevo cocido y jamón, súper vegetal) deconstruido.

El universo del sándwich. Cualquier momento es bueno para explorarlo. Un desayuno sandwichero, un almuerzo energético, una comida ligera, una cena potente o un aperitivo a las cuatro de la mañana. Da igual… Después de haber seguido durante un fin de semana una estricta dieta a base de sándwiches, con el estómago emparedado hasta el esófago, he decidido no entrar en la cocina. No puedo hacerlo. No mientras que la sandwichera siga esperándome… Abriendo y cerrando su cuadriculada boca incitándome con palabras lascivas. Cada vez que entro, me mira y yo la miro y me pongo en plan Robert de Niro: “Are you talking to me?”. Me hago la dura por unos instantes, pero antes de que me dé cuenta ya estoy buscando algo para el siguiente sándwich. Y encima es que solo de pensarlo, me dan ganas de vomitar (os voy adelantando así el tema de mi próxima entrada), pero no puedo evitarlo, soy una enferma del sándwich. No pienso desvelar de qué me he hecho sándwiches estos días. Sabed, amigos, que he tocado fondo… No sé cómo lo voy a superar. Tengo que aprender a vivir sin sándwiches aunque la vida ahora me parece tan vacía sin esos oscuros objetos de deseo. Creedme, la sandwichera no es vuestra amiga. Por mucho que lo diga Hannah Montana.

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