Bizcochito

Siempre que quiero hacer algo especial por alguien, a cocinar me refiero, decido hacer un bizcocho. Y es que no sé por qué sigo insistiendo en esta idea tan estúpida porque siempre acaba convirtiéndose en una catástrofe. Me enfada muchísimo, si tengo que decir la verdad. Primero, odio cocinar. No se me da bien, no me gusta. Vamos que puedo hacer cosas, incluso hay veces que mis platos, siempre accidentados, saben hasta medio bien. Sin embargo, cuando cocino para alguien me suelo poner histérica. Me consuela saber que debe ser genético, porque a mi madre le pasa lo mismo. Pero lo de los bizcochos es una espinita en mi corazón culinario que no me voy a quitar nunca. Porque, hacer un bizcocho es fácil, no solo eso, es extremadamente fácil. Cualquiera puede hacer un bizcocho, hasta los niños hacen bizcochos que yo lo he visto. ¿Os podéis creer que todas las veces que lo he intentado no solo no me ha salido bien, sino que ha sido un drama que termina en un sucedáneo de masa dulce con aspecto difuso que se mueve entre una gama de colores negro, marronáceo y amarillo rancio que da grima solo con verla?

Estoy hablando del clásico bizcocho de yogur. Lo voy a explicar como si estuviera dando la recetita a lo Eva Arguiñano.

Hacer un bizcocho es supersencillo, no se tarda nada y es un postre que gusta a todo el mundo sin distinción de edad o condición. Se mezclan en un bol tres huevos con un yogur de limón y a continuación, utilizando como medida el vasito del yogur, se le añaden 2 medidas de azúcar, 3 de harina, 1 de aceite y un sobre de levadura. Se bate todo hasta conseguir una mezcla compacta. Si, además, quieres darle un toque más dulce y apetitoso, puedes añadir trocitos de chocolate puro y nueces. Con el fin de evitar que estos ingredientes se queden en el fondo, solo tienes que rebozarlos en harina. Precalientas el horno y metes el molde previamente untado y requeteuntado en mantequilla con la masa dentro. En media horita tienes tu sabroso bizcocho. Para comprobar que esté bien horneado, pínchalo con un cuchillo. Si después de acuchillarlo, el filo del arma sale seco es que tu bizcocho está terminado. Y si no quieres darle un susto a tu bizcocho, apaga el horno, abre la puerta y déjale que durante cinco minutos coja el aire del exterior para que al salir no se traume y todo lo que ha subido, termine por bajar (Gracias, Tarta por el consejo, no sirvió de nada porque el susto se lo había dado ya, como era Halloween).

El truco de la harina jamás me ha funcionado, pero estoy pensando que me empiezan a gustar las nueces fundidas con chocolate quemado en la base del bizcocho.

Como os decía, decidí hacer un bizcocho cuyo fin era animar a una persona especial que estaba un poco triste. Empecé a hacerlo con mucho cariño y amor. Además, es curioso, porque siempre me pillan por teléfono con las manos en la masa y siempre respondo con entusiamo: “Estoy haciendo un bizcocho”. Normalmente la gente me da muy buenos consejos para culminar esa muestra de amor sincero que me sale del corazón. Fui a comprar una harina de bizcochos al mercadona, esa superficie tan entrañable con productos que siempre intentan facilitarnos la vida. De esta forma, no tenía que echar levadura, porque esa harina radiactiva ya viene con la levadura incorporada. Me puse a ello, pues, y con toda mi ilusión metí el molde y su contenido en el horno. Olía a cielo hasta que empezó el infierno a los cinco minutos, más o menos. Bajé la temperatura y el fluido dulzón a lo cazafantasmas encontró una salida y empezó a desbordarse por un lateral del molde. Haciendo frente a la adversidad con paciencia y devoción fui retirando amorosamente el aborto de bizcocho que fluía sin descanso, hasta que ambas, la paciencia y la devoción se me acabaron y me cansé y dejé que se quemara fuera del molde. La masa por supuesto no solo se quemó por fuera, sino que también se apelmazó a fuego lento por abajo, convirtiéndose en una pastaza de azúcar, chocolate y nueces abrasadas. En el interior, se estaba cociendo una especie de sistema anárquico que se rebelaba contra la subida de la levadura incorporada en la harina.

Cuando ya me di por vencida y terminé por sacar el condenado bizcocho del horno, no fue una sorpresa porque esto ya me ha ocurrido en todas y cada una de las ocasiones en que me he puesto a la tarea, pero casi me da algo. Pero como olía bien y lo importante es la intención, dije: “Pues, te lo comes y te pones contento”. Y claro, yo también me lo comí, pero me lo comí como si el bizcocho estuviera bueno. Que el caso es que sí que lo estaba porque a menos que tu manjar preferido sean las vísceras humanas, azúcar, chocolate, huevos y nueces saben bien. Y me lo comí con rabia y sin parar, todavía caliente. A la mañana siguiente, a pesar del empacho, de la boca reseca y pesada y del ardor de estómago provocados por la acción de la pesada masa en mi pobre tripita, seguí comiéndolo mientras me convencí: “Voy a hacer otro”. Segundas partes nunca fueron buenas y comencé la segunda intentona sin ninguna clase de cariño, ni de amor ni nada de nada. Rápida y efectiva como soy yo. Además, no me conformé con la acción de la superharina del mercadona, así que añadí un sobre de levadura. El resultado: no solo una sino varias fugas de masa por todos los costados del maldito molde del mercadona (se me había olvidado comentar que también me hice con varios moldes de la marca, porque había desechado los predecesores que he ido acumulando a lo largo de mi vida como repostera cutre).

Así que empachada, estresada y cabreada vi cómo mi bizcocho se convertía en tragedia y casi estuve a punto de tirarlo por la ventana pero me dije que no quería herir a nadie porque nadie tenía la culpa de que sea una completa inútil en materia de bizcochos. Lo guardaré para cuando empiece la revolución.

Qué frustración la mía con los postres. Lo bueno es que, por lo menos el segundo bizcocho hizo reír al agasajado en cuestión. No era el efecto deseado pero no puedo obligar a nadie a comerse eso. No hay explicaciones que valgan.

Estaba pensando poner una foto de los malogrados bizcochos, pero no me apetece alegrar a nadie. Mis sentimientos de canción misionera se han extinguido completamente.  Por lo que pondré una foto simbólica de cómo me quedaron los bizcochos.

Tengo que decir que combino dos formatos de platos sencillos, populares y antidepresivos que siempre gustan. Uno era el bizcocho requemado. Al menos con la tortilla de patata triunfo porque hago la mejor tortilla de patata del mundo, aunque para conseguir el galardón mi estado de ánimo tiene que ser otro. Tengo que estar contenta.

Mi experiencia con los bizcochos me ha frustrado tanto que ya no voy a volver a hacer uno nunca más, porque no quiero pasar por otra crisis de angustia. Porque me conozco y sé que cuando se me pasa el primer disgusto, me digo, “esto no puede ser difícil, voy a hacer otro, si total no cuesta nada, habrá sido que la temperatura del horno estaba muy alta”. Entonces, siempre acabo haciendo otro, sin tanto cariño y con un estrés bastante considerable porque el tiempo se me echa encima y el resultado pues ya sabéis cuál es. Y claro, después de tanto tiempo invertido, tantos ingredientes desperdiciados, me jode hasta lo más profundo de mi ser tener que ir al dichoso mercadona otra vez a comprar un bizcocho ya hecho. Así que lo que ocurre normalmente es que finalmente acabo obligando a comer esa monstruosidad de la repostería a las personas a las que les pensaba regalar este postre tan delicioso que representaba mis sentimientos. Me da muchísima vergüenza, pero es que la comida no se tira, no, no. Así que explico a los comensales la historia del pseudobizcocho y detallo las instrucciones de uso: “Si raspas lo de arriba y no te comes la base, lo de dentro está bueno, si coges del lado que ha subido, eso sí”.

Conclusión: la próxima vez que haga un bizcocho será para dárselo a alguien que odie.

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