Anna Anderson, una de princesas I

Ya sé que había prometido otros temas superllamativos para la próxima entrada, lo sé, hago promesas y no las cumplo. Debería haberme metido en la política. ¡Buah! Qué digo, qué asco. Mi disculpa es que con la primavera me ha entrado la nostalgia romanticona de la historia. Los otros temas los tengo archivados para el futuro. En vez de aburrir con mis habituales reflexiones anodinas, me voy a lanzar con un tema histórico que os puede resultar aún más aburrido, pero que qué queréis que os diga, me apasiona: el asesinato de la familia real rusa, uno de los grandes magnicidios de la historia. Os parecerá extraño, qué decir, soy así de repelente. La verdad es que miento, lo que me interesa es la historia de Anna Anderson. Os voy a confesar por qué: cuando era niña, vi una teleserie.

Así de simple. Para que luego digan que la tele no educa. Quizás es que ya era un poco repelente, pero qué le voy a hacer. La teleserie en cuestión se trataba de Anastasia: The Mystery of Anna estaba protagonizada por Amy Irving y narraba la vida muy novelada de Anna Anderson, dejando la gran incógnita de su vida un tanto abierta… Me impresionó mucho… Tanto que veinte años después de vez en cuando me ronda por la cabeza.

Como esta entrada puede resultar muy dura, lo sé, podéis saltárosla alegremente y seguir con vuestra vida, porque no va a aportaros conocimientos útiles y no es especialmente interesante si no os va el rollo. Solo la escribo porque tengo una deuda con Anna Anderson y/o Anastasia Romanov. (Fue uno de mis primeras redacciones en el cole, sí, era una niña repelente). Otra razón que me motiva es que nunca dejará de impresionarme la atracción que ejerce la vida palacesca sobre la población en general. La cuestión es que pase lo que pase en el mundo por muy tirano que sea un rey, dictador o jefe de gobierno, por muy catastrófico que sea el régimen, por muchas mentiras que se escondan en palacio, la influencia que ejercen las princesas y primeras damas en este mundo de
hombres es increíble. Sonados ejemplos a lo Grace Kelly, Jackie Kennedy, Lady Di o Evita Perón. Es ese encanto de princesas que emboba a la plebe lo que a veces me lleva a pensar que las casas reales existirán siempre. Qué es lo que tiene la princesa que está triste enloquece a la población femenina y otorga a la princesita la popularidad que no se merece y la eleva a un altar de una forma tan clasista a la vez que mística, de cuento de hadas que me parece muy difícil de romper. El efecto princesa, podríamos llamarlo.

Y por último, la razón principal de esta entrada que se salta todo lo que se puede saltar un bloguero en estos tiempos en los que ganar lectores es vital, es que la vida de Anna Anderson me deja alucinada. Sencillamente. Creo que es un personaje histórico por méritos propios. Pero no voy a adelantar acontecimientos que, hablando en términos históricos, no va muy bien. Adelante, pues, con este pseudoensayo o yo qué sé cómo catalogarlo. Aviso: puede ser duro, pero si resistís hasta el final quizás os hagáis fans de esta tipa como yo… Llevo años enganchada a la lectura de novedades o cualquier artículo que intente aclarar la historia aunque ya está bastante despejada. Si no, perdonadme, prometo que no volveré con estos temas. Promesas.

En julio de 1918, la familia real rusa se encontraba recluida en la casa Ipatiev en Ekaterimburgo, allá por la Siberia, ese entrañable lugar que durante siglos ha sido la cárcel favorita de los gobernantes rusos. Desde que los revolucionarios tomaron el poder, el Zar junto a su familia habían sido recluidos en un palacio cerca de Petrogrado, donde más que presos se encontraban reposando un tanto ajenos a lo que ocurría a su alrededor. Incluso había planes de fuga, organizados no precisamente por ellos, sino por el jefe del Gobierno Provisional revolucionario, Kerensky, que intentaba deshacerse del marrón de la familia real. Carceleros preparando la huida de sus propios presos. También los monárquicos lo pensaban. Los planes de fuga involucraban al rey de Inglaterra,
Jorge V, que era primo hermano de Nicolas II. No solo eran familia, ya sabéis que los árboles genealógicos de la sangre azul son imposibles, sino que además se llevaban bastante bien, eran muy amigos e incluso se parecían físicamente.

Sin embargo, a pesar de poder haber evitado la desgracia familiar, Jorge V se echó atrás por miedo a una revuelta comunista en su extraña isla, United Kingdom. Cada cual con sus líos. Otro dato interesante es que el último Zar no fue propiamente Nicolas II, sino su hermano en quien abdicó cuando se alzó la Revolución. Curiosamente unos años antes el cobarde Nicolás lo expulsó de su territorio por haberse casado, problemillas de familia. El reinado del último Zar duró un día, el tiempo necesario en firmar un decreto otorgando el poder al Gobierno Provisional revolucionario. Decidió quedarse en Rusia, gran error porque, por supuesto, corrió la misma suerte que su hermano.

Volviendo a Nicolás II, viendo Kerensky que no podía mandarlos con viento fresco a Inglaterra, los mandó a Siberia. A olvidarse un poco de ellos. La familia compuesta por el Zar Nicolás II, la Zarina Alejandra Fiódorovna, sus cuatro hijas (las Grandes Duquesas Olga, Tatiana María y Anastasia) y el Zarevich Alexander de trece años y hemofílico (consecuencia de la endogamia real), además de algunos sirvientes leales fueron trasladados a Siberia, donde ya no estaban tan bien, pero no probaron los rigores de las cárceles siberianas destinadas a la plebe y mandatarios y demás. Un pequeño lujo, Stalin no haría muchas distinciones de clase haciendo uso de estos territorios.

El odio hacia el Zar en la Rusia de entonces se debía a varios motivos. Que si el mejor amigo de la Zarina, Rasputín (bien merece una entrada pero tampoco es cuestión de aburrir), que si un par de guerras por estos motivos chulescos de los reyes, que si la Revolución… La Zarina también era especialmente despreciada por los rusos aparte de por el maléfico e influyente Rasputín (murió asesinado) por ser alemana. No obstante, este motivo debía ser más bien infundado, porque ella se deshizo de su nacionalidad tan pronto como se casó, se cambió el nombre y se enrusó enseguida. Eso sí, la mujer estaba muy mal vista por su petardeo y sus intrigas que les costaban el alimento a los rusos.

Después de la Revolución, se había desatado en Rusia una guerra civil entre los revolucionarios (ejército Rojo) y los contrarrevolucionarios, el ejército Blanco que en aquellos momentos estaba avanzando con fuerza hasta Ekaterimburgo. Por ello, en julio, Lenin junto con el Soviet de los Urales tomó la decisión de eliminarlos porque no quería dejar familias reales colgando que luego pudiera reclamar el otro bando. De esta forma, en la oscuridad de la noche veraniega de Siberia, fresquita supongo, se informó a la familia real de un nuevo traslado. El ejército Blanco se encontraba cerca y se podían escuchar los disparos entre ambos bandos. La familia preparó sus maletas y pertenencias y junto a los escasos sirvientes leales que les quedaban, se sentaron en una sala a esperar. En algunos sitios se cuenta que les dijeron como excusa que les iban a fotografiar antes de partir; en otros que posaron naturalmente… Yurosky, segundo jefe de la checa, fue el encargado de la misión. A su mando unos cuantos soldados de la guardia checa… Cuando entraron en la sala, les anunciaron la sentencia de muerte y empezaron a pegar tiros sin parar. Acabaron con todos. Las hijas del Zar tardaron más en morir porque habían rellenado sus corsés con joyas y las balas no acababan de producir el efecto deseado. Así que los matarifes la emprendieron a machetazos.

Una vez cometido el cruel asesinato, había que ocultar los cadáveres, porque se trataba de un crimen con consecuencias políticas. Que a los comunistas lo de matar gente se la pelaba bastante. El encargado de deshacerse de los cadáveres fue un tal Ermakov. El caso es que los llevaron a unas minas cercanas y cuando los asesinos descubrieron las joyas escondidas en los cuerpos de las chicas se alegraron tanto que lo celebraron a lo ruso. Se pillaron una buena borrachera y dejaron el trabajo a medias, dejando los cadáveres en la superficie. Yurosky inspecciona el lugar y me imagino que el cabreo debió ser monumental. Se intenta destruir la mina, otro fracaso. Los cuerpos, más destrozados, continúan siendo visibles. Cambio de planes, nuevo traslado a la noche siguiente, pero a Yurosky se le avería el camión. Como el Ejército Blanco está cerca, decide deshacerse de los cadáveres en el sitio. Incendia los cuerpos, no hay tiempo para que desaparezcan quemados. Empieza a hacerse de día y lo intenta con ácido sulfúrico. Lo que queda lo entierra a unos 80 cm de profundidad. Vamos, una chapuza total. Una semana después los Blancos toman la casa e intentan encontrar los restos. Sin éxito. El juez Solokov, nombrado por los Blancos a cargo de la investigación, estuvo cerca de encontrarlos, pero finalmente no lo consiguió.

Al final de la guerra civil en la que el ejército Rojo se proclamó victorioso, la casa Ipatiev se convirtió en el Museo de la Venganza de los Trabajadores, vendiéndose postales incluso, hasta que en 1932 Stalin prefiere cerrarlo por si las moscas. Mejor no darle mucho bombo al tema de asesinar familias reales. Y desde entonces, silencio sobre el tema. Pues bueno era Stalin. No es hasta los años setenta cuando se escuchan voces que quieren declarar la casa como monumento histórico. En verano, algunos nostálgicos del pasado imperial colocan flores en el lugar. Peligroso para el régimen. Es entonces cuando se decide destruir la casa totalmente. En 1977, se nombra un encargado para la tarea: un jovencito Boris Yeltsin. Es fuerte, ¿verdad? Y más fuerte por contradictorio y cínico es que en 1991 fuera el propio Yeltsin el que en un amago anticomunista que le dio, autorizara la investigación y exhumación de los cuerpos y toda la parafernalia que siguió. Una
manera de romper con el comunismo para el que sirvió toda su vida. En 1995 se encuentran los cuerpos del Zar, la Zarina, tres Duquesas y los sirvientes. Para corroborar que los restos eran de quien eran, se realizan pruebas de ADN mitocondrial (vía materna) y colabora el marido de la reina Isabel II de Inglaterra, descendiente de una hermana de la Zarina, más endogamia… Para identificar al Zar se utilizan restos de sangre de una camisa que utilizó el monarca en la guerra contra Japón en 1905, donde fue herido y que se conservaba como una reliquia. Cuando se confirma la procedencia de los restos exhumados, Yeltsin se empeña en celebrar un funeral de Estado. Y con la iglesia ortodoxa hemos topado que dijo que muy bien la ceremonia pero sin decir nombres. Faltan dos cuerpos lo que reaviva las leyendas de supervivencia. En 1998 se levanta una capilla en el lugar. En el 2001, la iglesia los da por muertos (¡¿los da por muertos?!) y los canoniza como mártires (¡!). Y ya en el 2003 se les ocurre plantar una catedral en el lugar, la Catedral de la Sangre Derramada. Cosas de rusos, ¿quién los entiende? Por último, en 2007, se encuentran los restos que faltaban: el Zarevich y la gran Duquesa María. Ese es el final de la familia Romanov. O lo que se ha confirmado.

Y hasta aquí la historia. Lo que se dice historia.  Sin embargo, la historia no se acaba aquí. No se reduce al cruento crimen que se llevó por delante a unos niños que al fin y al cabo no habían hecho nada. La historia sigue y a día de hoy, muchos todavía se plantean interrogantes. Como me he alargado muchísimo, voy a dejar lo que más me interesaba para otra entrada. Es que se me ha ido de las manos y no he podido meterme con el tema. Mis agradecimientos por la documentación histórica a Internet en general y a la revista “Aventura de la Historia”, en concreto a un completísimo artículo publicado en 2007 por Luis Reyes, periodista e historiador. He intentado hacer un resumen de los acontecimientos más o menos exactos, aunque probablemente puedan existir fallos o inexactitud en algunas fechas o datos. Pero en conjunto, la entrada responde a la realidad histórica.

En la siguiente entrada, y esto no es una de esas promesas que hago que luego no cumplo, me pongo con Anna Anderson.

 

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